Viernes después de Cenizas - Lecturas Espirituales de la Iglesia
Viernes después de
Ceniza
Éxodo 2,1-22
La oración es luz del
alma
San Juan Crisóstomo
Homilía VI, suplm.
El sumo bien está en
la plegaria y en el diálogo con Dios, porque equivale a una íntima unión con
Dios: y así como los ojos del cuerpo se iluminan cuando contemplan la luz, así
también el alma dirigida hacia Dios se ilumina con su inefable luz. Una
plegaria, por supuesto, que no sea de rutina, sino hecha de corazón; que no
esté limitada a un tiempo concreto o a unas horas determinadas, sino que se
prolongue día y noche sin interrupción.
Conviene, en efecto,
que elevemos la mente a Dios no sólo cuando nos dedicamos expresamente a la
oración, sino también cuando atendemos a otras ocupaciones, como el cuidado de
los pobres o las útiles tareas de la munificencia, en todas las cuales debemos
mezclar el anhelo y el recuerdo de Dios, de tal manera que todas nuestras
obras, como si estuvieran condimentadas con la sal del amor de Dios, se
conviertan en un alimento dulcísimo para el Señor. Pero sólo podremos disfrutar
perpetuamente de la abundancia que de Dios brota, si le dedicamos mucho tiempo.
La oración es la luz
del alma, el verdadero conocimiento de Dios, la mediadora entre Dios y los
hombres. Hace que el alma se eleve hasta el cielo, que abrace a Dios con
inefables abrazos apeteciendo, igual que el niño que llora y llama a su madre,
la divina leche: expone sus propios deseos y recibe dones mejores que toda la
naturaleza visible. Pues la oración se presenta ante Dios como venerable
intermediaria, ensancha el alma y tranquiliza su afectividad. Y me estoy
refiriendo a la oración de verdad, no a las simples palabras. La oración es un
deseo de Dios, una inefable piedad, no otorgada por los hombres, sino concedida
por la gracia divina, de la que también dice el Apóstol: Nosotros no sabemos
pedir lo que nos conviene, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con
gemidos inefables.
El don de semejante
súplica, cuando Dios lo otorga a alguien, es una riqueza inagotable y un
alimento celestial que satura el alma; quien lo saborea se enciende en un deseo
indeficiente del Señor, como en un fuego ardiente que inflama su alma.
Cuando quieras
reconstruir en ti aquella morada que Dios se edificó en el primer hombre,
adórnate con la modestia y la humildad, hazte resplandeciente con la luz de la
justicia; adorna tu ser con buenas obras, como con oro acrisolado, y
embellécelo con la fe y la grandeza de alma, a manera de muros y piedras; y por
encima de todo, como quien pone la cúspide para coronar un edificio, por la
oración a fin de preparar a Dios una casa perfecta, y poderle recibir como si
fuera una mansión regia y espléndida, ya que, por su gracia, es como si
poseyeras su misma imagen colocada en el templo del alma.
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