Tercer Viernes de Cuaresma - Lecturas Espirituales de la Iglesia
Viernes III semana de
Cuaresma
Éxodo 35,30 - 36,1;
37,1-9
El misterio de
nuestra vivificación
Gregorio Magno
Morales 13,21-23
El bienaventurado
Job, que es figura de la Iglesia, unas veces se expresa como el cuerpo y otras
veces como la cabeza, de manera que mientras está hablando en nombre de los
miembros, de repente se eleva hasta tomar las palabras de la cabeza. Por esto
dice: Todo esto lo he sufrido aunque en mis manos no hay violencia y es
sincera mi oración.
Sin que hubiera
violencia en sus manos, tuvo que sufrir también aquel que no cometió pecado, ni
encontraron engaño en su boca, a pesar de lo cual arrostró el dolor de la cruz
por nuestra redención. Fue el único entre todos los hombres, que pudo presentar
a Dios súplicas inocentes, porque hasta en medio de los dolores de la pasión
rogó por sus perseguidores diciendo: Padre, perdónalos, porque no saben lo
que hacen.
¿Qué es lo que puede
decirse o pensarse de más puro en una oración que alcanzar la misericordia para
aquellos mismos de los que se está recibiendo el dolor? Así, la misma sangre de
nuestro Redentor, que los perseguidores habían derramado con odio, luego
convertidos, la bebieron como medicina de salvación y empezaron a proclamar que
él era el Hijo de Dios.
De esta sangre, pues,
se dice con razón: ¡Tierra, no cubras mi sangre, no encierres mi demanda de
justicia! Al hombre que pecó se le había dicho: Eres polvo, y al polvo
te volverás.
Por ello, nuestra
tierra no oculta la sangre de nuestro Redentor, ya que cada pecador que asume
el precio de su redención, la confiesa y la alaba y la da a conocer a su
alrededor a cuantos puede.
La tierra tampoco
oculta la sangre de nuestro Redentor, ya que también la Iglesia anuncia el
misterio de la redención en todo el mundo.
Fíjate también en lo
que se añade después: No encierres mi demanda de justicia. Pues la misma
sangre de la Redención que se recibe es la demanda de justicia de nuestro
Redentor. Por ello dice también Pablo: La aspersión de una sangre que habla
mejor que la de Abel. De la sangre de Abel se había dicho: La sangre de
tu hermano me está gritando desde la tierra.
Pero la sangre de
Jesús es más elocuente que la de Abel, porque la sangre de Abel pedía la muerte
de su hermano fratricida, mientras que la sangre del Señor imploró la vida para
sus perseguidores.
Por tanto, para que
el misterio de la pasión del Señor no nos resulte a nosotros inútil, hemos de
imitar lo que recibimos y predicar a los demás lo que veneramos.
Su demanda de
justicia quedaría oculta en nosotros si la lengua calla lo que la mente creyó.
Pero para que su demanda de justicia no quede oculta en nosotros, lo que ahora
queda por hacer es que cada uno de nosotros, de acuerdo con la medida de su
vivificación, dé a conocer el misterio a su alrededor.
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