Lecturas Espirituales en Tiempos de Adviento - Miércoles 2
Miércoles, II semana
de Adviento
Las promesas de Dios se
nos conceden por su Hijo
San Agustín [1]
Comentario sobre los
salmos 109,1-3
Dios estableció el
tiempo de sus promesas y el momento de su cumplimiento. El período de las
promesas se extiende desde los profetas hasta Juan Bautista. El del
cumplimiento, desde éste hasta el fin de los tiempos. Fiel es Dios, que se ha constituido
en deudor nuestro, no porque haya recibido nada de nosotros, sino por lo mucho
que nos ha prometido.
La promesa le pareció
poco, incluso; por eso, quiso obligarse mediante escritura, haciéndonos, por
decirlo así, un documento de sus promesas para que, cuando empezara a cumplir
lo que prometió, viésemos en el escrito el orden sucesivo de su cumplimiento.
El tiempo profético era, como he dicho muchas veces, el del anuncio de las promesas.
Prometió la salud
eterna, la vida bienaventurada en la compañía eterna de los ángeles, la
herencia inmarcesible, la gloria eterna, la dulzura de su rostro, la casa de su
santidad en los cielos y la liberación del miedo a la muerte, gracias a la
resurrección de los muertos. Esta ultima es como su promesa final, a la cual se
enderezan todos nuestros esfuerzos y que, una vez alcanzada, hará que no
deseemos ni busquemos ya cosa alguna.
Pero tampoco silenció
en qué orden va a suceder todo lo relativo al final, sino que lo ha anunciado y
prometido. Prometió a los hombres la divinidad, a los mortales la inmortalidad,
a los pecadores la justificación, a los miserables la glorificación. Sin
embargo, hermanos, como a los hombres les parecía increíble lo prometido por
Dios –a saber, que los hombres habían de igualarse a los ángeles de Dios,
saliendo de esta mortalidad, corrupción, bajeza, debilidad, polvo y ceniza–, no
sólo entregó la escritura a los hombres para que creyesen, sino que también
puso un mediador de su fidelidad. Y no a cualquier príncipe, o a un ángel o
arcángel sino a su Hijo único . Por medio de éste había de mostrarnos y
ofrecernos el camino por donde nos llevaría al fin prometido.
Poco hubiera sido
para Dios haber hecho a su Hijo manifestador del camino. Por eso, le hizo
camino, para que, bajo su guía, pudieras caminar por él. Debía, pues, ser
anunciado el unigénito Hijo de Dios en todos sus detalles: en que había de
venir a los hombres y asumir lo humano, y, por lo asumido, ser hombre, morir y
resucitar, subir al cielo, sentarse a la derecha del Padre y cumplir entre las
gentes lo que prometió. Y, después del cumplimiento de sus promesas, también
cumpliría su anuncio de una segunda venida, para pedir cuentas de sus dones, discernir
los vasos de ira de los de misericordia, y dar a los impíos las penas con que
amenazó, y a los justos los premios que ofreció.
Todo esto debió ser
profetizado, anunciado, encomiado como venidero, para que no asustase si
acontecía de repente, sino que fuera esperado porque primero fue creído.
[1]
Agustín de
Hipona o san Agustín o Aurelius Augustinus
Hipponensis (Tagaste, 13 de
noviembre de 354 – Hippo Regius (también llamada Hipona), 28 de agosto de 430, es un santo, Padre y Doctor de la Iglesia católica.
El "Doctor de la
Gracia" fue el máximo pensador del cristianismo del primer milenio y
según Antonio Livi uno de los más grandes genios de la humanidad. Autor prolífico, dedicó gran parte de su vida a escribir sobre filosofía y teología siendo Confesiones yLa Ciudad de
Dios sus obras más destacadas.
En 385 Agustín se convirtió
al cristianismo. Fue en Milán donde se
produjo la última etapa antes de su conversión: empezó a asistir como
catecúmeno a las celebraciones litúrgicas del obispo Ambrosio, quedando
admirado de sus prédicas y su corazón. Entonces decidió romper definitivamente
con el maniqueísmo. Esta noticia llenó de gozo a su madre, que había viajado a Italia para estar con su
hijo, y que se encargó de buscarle un matrimonio acorde con su estado social y
dirigirle hacia el bautismo. En vez de optar
por casarse con la mujer que Mónica le había buscado, decidió vivir en ascesis; decisión a la que
llegó después de haber conocido los escritos neoplatónicos gracias al sacerdote Simpliciano. Los platónicos le ayudaron a
resolver el problema del materialismo y el delmal. San Ambrosio le
ofreció la clave para interpretar el Antiguo Testamento y encontrar en la Biblia la fuente de la fe.
Por último, la lectura de los textos de san Pablo le ayudó a solucionar el
problema de la mediación y de la gracia. Según cuenta el mismo Agustín, la
crisis decisiva previa a la conversión, se dio estando en el jardín con su
amigo Alipio, reflexionando sobre el ejemplo de Antonio, oyó la voz de un niño
de una casa vecina que decía: toma y lee, y entendiéndolo como
una invitación divina, cogió la Biblia, la abrió por las cartas de
Pablo y leyó el pasaje. Al llegar al final de esta frase se desvanecieron
todas las sombras de duda.
En 386 se consagró al
estudio formal y metódico de las ideas del cristianismo. Renunció a su cátedra
y se retiró con su madre y unos compañeros a Casiciaco, cerca de Milán, para dedicarse
por completo al estudio y a la meditación. El 24 de abril de 387, a los treinta y tres
años de edad, fue bautizado en Milán por el santo obispo Ambrosio. Ya
bautizado, regresó a África, pero antes de embarcarse, su madre Mónica murió en Ostia, el puerto cerca de
Roma.
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