Lecturas Espirituales en tiempo de Adviento - 17 de diciembre
17 de diciembre
El misterio de
nuestra reconciliación
León Magno
Carta 31,2-3
De nada sirve
reconocer a nuestro Señor como hijo de la bienaventurada Virgen María y como
hombre verdadero y perfecto, si no se le cree descendiente de aquella estirpe
que en el Evangelio se le atribuye. Pues dice Mateo: Genealogía de
Jesucristo, hijo de David, hijo de Abrahán; y a continuación viene el orden
de su origen humano hasta llegar a José, con quien se hallaba desposada la madre
del Señor. Lucas, por su parte, retrocede por los grados de ascendencia y se remonta
hasta el mismo origen del linaje humano, con el fin de poner de relieve que el
primer y el último Adán son de la misma naturaleza.
Para enseñar y
justificar a los hombres, la omnipotencia del Hijo de Dios podía haber
aparecido, por supuesto, del mismo modo que había aparecido ante los patriarcas
y los profetas, es decir, bajo apariencia humana: por ejemplo, cuando trabó con
ellos un combate o mantuvo una conversación, cuando no rehuyó la hospitalidad
que se le ofrecía y comió los alimentos que le presentaban. Pero aquellas
imágenes eran indicios de este hombre; y las significaciones místicas de estos
indicios anunciaban que él había de pertenecer en realidad a la estirpe de los
padres que le antecedieron. Y, en consecuencia, ninguna de aquellas figuras era
el cumplimiento del misterio de nuestra reconciliación, dispuesto desde la
eternidad, porque el Espíritu Santo aún no había descendido a la Virgen ni la
virtud del Altísimo la había cubierto con su sombra, para que la Palabra
hubiera podido ya hacerse carne dentro de las virginales entrañas, de modo que la
Sabiduría se construyera su propia casa; el Creador de los tiempos no había
nacido aún en el tiempo, haciendo que la forma de Dios y la de siervo se
encontraran en una sola persona; y aquel que había creado todas las cosas no
había sido engendrado todavía en medio de ellas.
Pues de no haber sido
porque el hombre nuevo, encarnado en una carne pecadora como la nuestra, aceptó
nuestra antigua condición y, consustancial como era con el Padre, se dignó a su
vez hacerse consustancial con su madre, y, siendo como era el único que se
hallaba libre de pecado, unió consigo nuestra naturaleza, la humanidad hubiera seguido
para siempre bajo la cautividad del demonio. Y no hubiésemos podido
beneficiarnos de la victoria del triunfador, si su victoria se hubiera logrado
al margen de nuestra naturaleza.
Por esta admirable
participación ha brillado para nosotros el misterio de la regeneración, de tal
manera que, gracias al mismo Espíritu por cuya virtud Cristo fue concebido y
nació, hemos nacido de nuevo de un origen espiritual. Por lo cual, el
evangelista dice de los creyentes: Éstos no han nacido de sangre, ni de amor
carnal, ni de amor humano, sino de Dios.
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