Lecturas Espirituales en Tiempo de Adviento - 18 de diciembre
18 de diciembre
Dios en su Hijo ha
revelado su caridad
Anónimo
Carta a Diogneto 8,5-9,6
Nadie pudo ver ni dar
a conocer a Dios, sino que fue él mismo quien se reveló. Y lo hizo mediante la
fe, único medio de ver a Dios. Pues el Señor y Creador de todas las cosas, que
lo hizo todo y dispuso cada cosa en su propio orden, no sólo amó a los hombres,
sino que fue también paciente con ellos. Siempre fue, es y seguirá siendo benigno,
bueno, incapaz de ira y veraz; más aún, es el único bueno; y cuando concibió en
su mente algo grande e inefable, lo comunicó únicamente con su Hijo.
Mientras mantenía en
lo oculto y reservaba sabiamente su designio, podía parecer que nos tenía
olvidados y no se preocupaba de nosotros; pero, una vez que, por medio de su
Hijo querido, reveló y manifestó todo lo que se hallaba preparado desde el
comienzo, puso a la vez todas las cosas a nuestra disposición: la posibilidad
de disfrutar de sus beneficios, y la posibilidad de verlos y comprenderlos.
¿Quién de nosotros se hubiera atrevido a imaginar jamás tanta generosidad?
Así pues, una vez que
Dios ya lo había dispuesto todo en compañía de su Hijo, permitió que, hasta la
venida del Salvador, nos dejáramos arrastrar, a nuestro arbitrio, por
desordenados impulsos, y fuésemos desviados del recto camino por nuestros
voluptuosos apetitos; no porque, en modo alguno, Dios se complaciese con
nuestros pecados, sino por tolerancia; ni porque aprobase aquel tiempo de
iniquidad, sino porque era el creador del presente tiempo de justicia, de modo
que, ya que en aquel tiempo habíamos quedado convictos por nuestras propias obras
de ser indignos de la vida, la benignidad de Dios se dignase ahora otorgárnosla,
y una vez que habíamos puesto de manifiesto que por nuestra parte no seríamos
capaces de tener acceso al reino de Dios, el poder de Dios nos concediese tal
posibilidad.
Y cuando nuestra
injusticia llegó a su colmo y se puso completamente de manifiesto que el
suplicio y la muerte, su recompensa, nos amenazaban, al llegar el tiempo que
Dios había establecido de antemano para poner de manifiesto su benignidad y
poder (¡inmensa humanidad y caridad de Dios!), no se dejó llevar del odio hacia
nosotros, ni nos rechazó, ni se vengó, sino que soportó y echó sobre sí con
paciencia nuestros pecados, asumiéndolos compadecido de nosotros, y entregó a
su propio Hijo como precio de nuestra redención: al santo por los inicuos, al
inocente por los culpables, al justo por los injustos, al incorruptible por los
corruptibles, al inmortal por los mortales. ¿Qué otra cosa que no fuera su
justicia pudo cubrir nuestros pecados? ¿Por obra de quién, que no fuera el Hijo
único de Dios, pudimos nosotros quedar justificados, inicuos e impíos como
éramos?
¡Feliz intercambio,
disposición fuera del alcance de nuestra inteligencia, insospechados
beneficios: la iniquidad de muchos quedó sepultada por un solo justo, la
justicia de uno solo justificó a muchos injustos!
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