Lecturas Espìrituales de la Iglesia en Tiempo de Adviento - 19 de diciembre
19 de diciembre
La economía de la
encarnación redentora
Ireneo
Contra los herejes 3,20,2-3
La gloria del hombre
es Dios; el hombre, en cambio, es el receptáculo de la actuación de Dios, de
toda su sabiduría y su poder. De la misma manera que los enfermos demuestran
cuál sea el médico, así los hombres manifiestan cuál sea Dios. Por lo cual dice
también Pablo: Pues Dios nos encerró a todos en la rebeldía para tener
misericordia de todos. Esto lo dice del hombre, que desobedeció a Dios y fue
privado de la inmortalidad, pero después alcanzó misericordia y, gracias al
Hijo de Dios, recibió la filiación que es propia de éste.
Si el hombre acoge
sin vanidad ni jactancia la verdadera gloria procedente de cuanto ha sido
creado y de quien lo creó, que no es otro que el poderosísimo Dios que hace que
todo exista, y si permanece en el amor, en la sumisión y en la acción de
gracias a Dios, recibirá de él aún más gloria, así como un acrecentamiento de
su propio ser, hasta hacerse semejante a aquel que murió por él.
Porque el Hijo de
Dios se encarnó en una carne pecadora como la nuestra, a fin de condenar
al pecado y, una vez condenado, arrojarlo fuera de la carne. Asumió la carne
para incitar al hombre a hacerse semejante a él y para proponerle a Dios como
modelo a quien imitar.
Le impuso la
obediencia al Padre para que llegara a ver a Dios, dándole así el poder de
alcanzar al Padre. La Palabra de Dios, que habitó en el hombre, se hizo también
Hijo del hombre, para habituar al hombre a percibir a Dios, y a Dios a
habitar en el hombre, según el beneplácito del Padre. Por esta razón el mismo Señor
nos dio como señal de nuestra salvación al que es Dios-con-nosotros,
nacido de la Virgen, ya que era el Señor mismo quien salvaba a aquellos que
no tenían posibilidad de salvarse por sí mismos; por lo que Pablo, al referirse
a la debilidad humana, exclama: Sé que no es bueno eso que habita en mi
carne, dando a entender que el bien de nuestra salvación no proviene de
nosotros, sino de Dios; y añade: ¡Desgraciado de mí! ¿Quién me librará de
este cuerpo presa de la
muerte? Después
de lo cual se refiere al libertador: la gracia nuestro Señor Jesucristo.
También Isaías dice
lo mismo: Fortaleced las manos débiles, robusteced las rodillas vacilantes;
decid a los cobardes de corazón: «Sed fuertes, no temáis». Mirad a vuestro Dios
que trae el desquite, viene en persona y os salvará; porque hemos de
salvarnos, no por nosotros mismos, sino con la ayuda de Dios.
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