Lunes Santo - Lecturas Espirituales de la Iglesia
Lunes Santo
Hebreos 10,19-39
Gloriémonos en la
cruz de Cristo
Agustín de Hipona
Sermón Güelferbitano 3
La pasión de nuestro
Señor y Salvador Jesucristo es una prenda de gloria y una enseñanza de
paciencia. Pues, ¿qué dejará de esperar de la gracia de Dios el corazón de los
fieles, si por ellos, el Hijo único de Dios, coeterno con el Padre, no se
contentó con nacer como un hombre entre los hombres, sino que quiso Incluso
morir por mano de aquellos hombres que él mismo había creado?
Grande es lo que el
Señor nos promete para el futuro, pero es mucho mayor aún aquello que
celebramos recordando lo que ya ha hecho por nosotros. ¿Dónde estaban o quiénes
eran, aquellos impíos por los que murió Cristo ? ¿Quién dudará que a los santos
pueda dejar de darles su vida, si él mismo entregó su muerte a los impíos? ¿Por
qué vacila todavía la fragilidad humana en creer que un día será realidad el
que los hombres vivan con Dios?
Lo que ya se ha
realizado es mucho más increíble: Dios ha muerto por los hombres. Porque ¿quién
es Cristo, sino aquel de quien dice la Escritura: En el
principio ya existía
la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios? Esta Palabra de
Dios se hizo carne y acampó entre nosotros. El no poseería lo que era
necesario para morir por nosotros si no hubiera tomado de nosotros una carne
mortal. Así el inmortal pudo morir, Así pudo dar su vida a los mortales: y hará
que más tarde tengan parte en su vida aquellos de cuya condición él primero se
había hecho participe. Pues nosotros, por nuestra naturaleza, no teníamos
posibilidad de vivir, ni él por la suya, posibilidad de morir. Él hizo, pues,
con nosotros este admirable intercambio, tomó de nuestra naturaleza la condición
mortal y nos dio de la suya la posibilidad de vivir.
Por tanto, no sólo no
debemos avergonzarnos de la muerte de nuestro Dios y Señor, sino que hemos de
confiar en ella con todas nuestras fuerzas y gloriarnos en ella por encima de
todo: pues al tomar de nosotros la muerte, que en nosotros encontró, nos prometió
con toda su fidelidad que nos daría en si mismo la vida que nosotros no podemos
llegar a poseer por nosotros mismos. Y si aquel que no tiene pecado nos amó
hasta tal punto que por nosotros, pecadores, sufrió lo que habían merecido
nuestros pecados, ¿cómo después de habernos justificado, dejará de darnos lo
que es justo? Él, que promete con verdad, ¿cómo no va a darnos los premios de
los santos, si soportó, sin cometer iniquidad, el castigo que los inicuos le
infligieron?
Confesemos, por
tanto, intrépidamente, hermanos, y declaremos bien a las claras que Cristo fue
crucificado por nosotros: y hagámoslo no con miedo, sino con júbilo, no con
vergüenza, sino con orgullo.
El apóstol Pablo, que
cayó en la cuenta de este misterio, lo proclamó como un título de gloria. Y
siendo así que podía recordar muchos aspectos grandiosos y divinos de Cristo,
no dijo que se gloriaba de estas maravillas –que hubiese creado el mundo,
cuando, como Dios que era, se hallaba junto al Padre, y que hubiese imperado
sobre el mundo, cuando era hombre como nosotros–, sino que dijo: Dios me
libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo.
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