Cuarto Miércoles de Cuaresma - Lecturas Espirituales de la Iglesia
Miércoles IV semana
de Cuaresma
Números 11,4-6. 10-30
Misericordia de Dios con
los penitentes
San Máximo, confesor
Epístola 11
Quienes anunciaron la
verdad y fueron ministros de la gracia divina; cuantos desde el comienzo hasta
nosotros trataron de explicar en sus respectivos tiempos la voluntad salvífica
de Dios hacia nosotros, dicen que nada hay tan querido ni tan estimado de Dios
como el que los hombres, con una verdadera penitencia, se conviertan a él.
Y para manifestarlo
de una manera más propia de Dios que todas las otras cosas, la Palabra divina
de Dios Padre, el primero y único reflejo insigne de la bondad infinita, sin
que haya palabras que puedan explicar su humillación y descenso hasta nuestra
realidad, se dignó mediante su encarnación convivir con nosotros; y llevó a
cabo, padeció y habló todo aquello que parecía conveniente para reconciliarnos
con Dios Padre, a nosotros que éramos sus enemigos; de forma que, extraños como
éramos a la vida eterna, de nuevo nos viéramos llamados a ella.
Pues no solo sanó
nuestras enfermedades con la fuerza de los milagros, sino que, habiendo
aceptado las debilidades de nuestras pasiones y el suplicio de la muerte –como
si él mismo fuera culpable, siendo así que se hallaba inmune de toda culpa–,
nos liberó, mediante el pago de nuestra deuda, de muchos y tremendos delitos, y
en fin, nos aconsejó con múltiples enseñanzas que nos hiciéramos semejantes a él,
imitándole con una calidad humana mejor dispuesta y una caridad más perfecta
hacia los demás.
Por ello clamaba: No
he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores a que se conviertan. Y
también: No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos. Por
ello añadió aún que había venido a buscar la oveja que se había perdido, y que,
precisamente, había sido enviado a las ovejas que habían perecido de la casa de
Israel.
Y, aunque no con
tanta claridad, dio a entender lo mismo con la parábola de la dracma perdida:
que había venido para recuperar la imagen empañada con la fealdad de los
vicios. Y acaba: Os digo que habrá alegría en el cielo por un solo pecador
que se convierta.
Así también, alivió
con vino, aceite y vendas al que había caído en manos de ladrones y,
desprovisto de toda vestidura, había sido abandonado medio muerto a causa de
los malos tratos; después de subirlo sobre su cabalgadura, le dejó en el mesón
para que le cuidaran; y después de haber dejado lo que parecía suficiente para
su cuidado, prometió dar a su vuelta lo que hubiera quedado pendiente.
Consideró como padre
excelente a aquel hombre que esperaba el regreso de su hijo pródigo, al que
abrazó porque volvía con disposición de penitencia, y al que agasajó con amor
paterno, sin pensar en reprocharle nada de todo lo que antes había cometido.
Por la misma razón,
después de haber encontrado la ovejilla alejada de las cien ovejas divinas, que
erraba por montes y collados, no volvió a conducirla al redil con empujones y
amenazas, ni de malas maneras, sino que, lleno de misericordia, la devolvió al
redil incólume y sobre sus hombros.
Por ello dijo
también: Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os
aliviaré. Y también: Cargad con mi yugo; es decir, llama yugo a
los mandamientos o vida de acuerdo con el Evangelio, y llama carga a la
penitencia, que puede parecer a veces algo más pesado y molesto: Porque mi
yugo es llevadero» –dice–, y mi carga ligera.
Y de nuevo, al
enseñarnos la justicia y la bondad divina, manda y dice: Sed santos,
perfectos, compasivos, como lo es vuestro Padre. Y también: Perdonad, y
seréis perdonados. Y: Tratad a los demás como queréis que ellos os traten.
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