Cuarto Sábado de Cuaresma - Lecturas Espirituales de la Iglesia
Cristo
quiere ser honrado en los pobres
De las
Homilías de San Juan Crisóstomo, obispo, sobre el evangelio de San Mateo
Lectura
bíblica: Mt 25, 37 - 46
Comentario
San Juan
Crisóstomo inculca aquí una de las enseñanzas fundamentales del Nuevo
Testamento: que el verdadero templo no es el de piedras, sino el de carne y
hueso y está formado por la persona de los cristianos (1 Co 3, 16-17;1 Pe 2,
4-5). Más aún, que no existe templo más sagrado sobre la tierra que la propia
persona de los pobres, en quienes habita Cristo (Mt 25, 40.45). La diaria
profanación de tales templos de carne y hueso pasa sin embargo desapercibida,
mientras alzamos el grito al cielo si se irrespeta alguna imagen en una iglesia
de pueblo. Respetar los símbolos de nuestra fe es necesario, pero más aún lo es
respetar a quienes, creados a imagen y semejanza de Dios, sufren una violación
permanente de sus derechos humanos más fundamentales. Hacer justicia al pobre
es honrar a Dios (Prov 14, 31).
¿Deseas
honrar el cuerpo de Cristo? No lo desprecies, pues, cuando lo contemples
desnudo en los pobres, ni lo honres aquí, en el templo, con lienzos de seda, si
al salir lo abandonas en su frío y desnudez. Porque el mismo que dijo: Esto
es mi cuerpo, y con su palabra llevó a realidad lo que decía, afirmó
también: Tuve hambre y no me dieron de comer, y más adelante: Siempre
que dejaron de hacerlo a uno de estos pequeñuelos, a mí en persona lo dejaron
de hacer. El templo no necesita vestidos y lienzos, sino pureza de alma;
los pobres, en cambio, necesitan que con sumo cuidado nos preocupemos de ellos.
Reflexionemos,
pues, y honremos a Cristo con aquel mismo honor con que él desea ser honrado;
pues, cuando se quiere honrar a alguien, debemos pensar en el honor que a él le
agrada, no en el que a nosotros nos place. También Pedro pretendió
honrar al Señor cuando no quería dejarse lavar los pies, pero lo que él quería impedir
no era el honor que el Señor deseaba, sino todo lo contrario. Así tú debes
tributar al Señor el honor que él mismo te indicó, distribuyendo tus riquezas a
los pobres. Pues Dios no tiene ciertamente necesidad de vasos de oro, pero sí,
en cambio, desea almas semejantes al oro.
No digo
esto con objeto de prohibir la entrega de dones preciosos para los templos,
pero sí que quiero afirmar que, junto con estos dones y aun por encima de ellos, debe pensarse en la caridad
para con los pobres. Porque si Dios acepta los dones para su templo, le
agradan, con todo, mucho más las ofrendas que se dan a los pobres. En efecto,
de la ofrenda hecha al templo saca provecho quien la hizo; en cambio, de la
limosna saca provecho tanto quien la hace como quien la recibe. El don dado
para el templo puede ser motivo de vanagloria, la limosna, en cambio, sólo es
signo de amor y de caridad.
¿De qué
serviría adornar la mesa de Cristo con vasos de oro, si el mismo Cristo muere
de hambre? Da primero de comer al hambriento y luego, con lo que te sobre,
adornarás la mesa de Cristo. ¿Quieres hacer ofrenda de vasos de oro y no eres
capaz de dar un vaso de agua? Y, ¿de qué serviría recubrir el altar con
lienzos bordados de oro, cuando niegas al mismo Señor el vestido necesario para
cubrir su desnudez?
¿Qué
ganas con ello? Dime si no: Si ves a un hambriento falto del alimento
indispensable y, sin preocuparte de su hambre, lo llevas a contemplar una mesa
adornada con vajilla de oro, ¿te dará las gracias de ello? ¿No se indignará más
bien contigo? O si, viéndolo vestido de andrajos y muerto de frío, sin
acordarte de su desnudez, levantas en su honor monumentos de oro, afirmando que
con esto pretendes honrarlo, ¿no pensará él que quieres reírte de su extrema
necesidad con la más hiriente de tus burlas?
Piensa,
pues, que es esto lo que haces con Cristo, cuando lo contemplas errante,
peregrino y sin techo y, sin recibirlo, te dedicas a adornar el piso, las paredes y las columnas del templo. Con
cadenas de plata sujetas lámparas, y te niegas a visitarlo cuando él está
encadenado en la cárcel. Con esto que estoy diciendo, no pretendo prohibir el
uso de tales adornos, pero sí que quiero afirmar que es del todo necesario
hacer lo uno sin descuidar lo otro; es más: les exhorto a que sientan mayor preocupación
por el hermano necesitado que por el adorno del templo. Nadie, en efecto,
resultará condenado por dejar de hacer esto segundo, en cambio, los castigos
del infierno, el fuego inextinguible y la compañía de los demonios están
destinados para quienes descuiden lo primero. Por tanto, al adornar el
templo, procuren no despreciar al hermano necesitado, porque este templo es
mucho más precioso que aquel otro.
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