Una Iglesia portadora de esperanza con justicia - Tercer domingo del Tiempo de las Promesas
Tiempo
de la Promesa
Tercer
Domingo
Sof.
3,14-18
1. El texto en su contexto:
El profeta Sofonías
ministró durante el reinado de Josías (640-609 AEC) caracterizándose por
denunciar las costumbres de los pueblos paganos adoptadas por Israel, predicó
la catástrofe que caería sobre Jerusalén de continuar en esa actitud pero
concluye su ministerio con una profecía de esperanza.
En esta profecía de
esperanza (3,14-18) el profeta se dirige con amor a la infiel Jersualén, tal
como lo hiciera el profeta Oseas (2) y el profeta Isaías (49, 54, 62). Es una
profecía marcada por el gozo y la alegría producto del amor personal entre Dios
y Jerusalén, garantiza la seguridad de la presencia de Dios (cf Is 62,5) ahuyentando
todo temor. Recuerda el antiguo amor entre el pueblo elegido y Dios, la alianza
de fidelidad, el matrimonio que se renueva y se festeja. Dios es el gran
protagonista de este proceso liberador, sanador e inclusivo.
Los “tiranos” (vv 15) a
que se refiere el profeta bien podrían ser internos, líderes que oprimen al
pueblo, corrompen su fe, desvirtúan su misión.
Dios es quien protege a
su pueblo (vv 17) como en los salmos (45) o el profeta Isaías (9,5; 10,21).
2. El texto en nuestro contexto:
En la era cristiana, pleno
siglo XXI, deberíamos preguntarnos la vigencia de esta profecía a los efectos
de buscar la reserva de sentido del texto sagrado.
La Iglesia, que se
autodenomina el “nuevo pueblo de Dios” en contraposición al judaísmo que sería
el “viejo pueblo de Dios”, se considera a sí misma como el cumplimiento de la
profecía del pueblo renovado, integrado por gentes de la diversidad étnica,
cultural, económica y yo agregaría sexual; cuya misión entre los pueblos del
mundo es ser testigo del amor incondicional de Dios a la humanidad; un amor que
debiera expresarse en la fraternidad entre las personas en sus vínculos
familiares y comunitarios (Fil 4,5); dando testimonio con palabras y obras.
Sin embargo, la
realidad es diferente. La Iglesia de Jesucristo se ha dividido en diversas
denominaciones cristianas, donde unas condenan a otras; donde unas se
consideran verdaderas y otras falsas; donde se introdujeron prácticas
culturales de los otros pueblos que desvirtuaron la obra iniciada por Jesús y
el movimiento apostólico de hombres y mujeres que lo acompañaron; donde dejó de
ser una comunidad de iguales para establecer las jerarquías y cuanto más grande
la responsabilidad jerárquica más grande el honor reclamado, olvidando la
enseñanza del Maestro (Mc 9,35); donde los varones desplazaron en el ministerio
a las mujeres, olvidando que ellas fueron las primeras testigos y las primeras
evangelizadoras (Lc 24,8-10); juzgando y condenando a las personas diferentes
olvidando que su origen es la diversidad (Hch 2,9-10) y que el propio Pedro
transmitió el mandato divino de no hacer diferencias (Hc 10,34); incorporando
doctrinas de prosperidad y otras similares que nada tienen que ver con el
mensaje de solidaridad que nos transmitió Jesús y la comunidad apostólica. La
Iglesia renunció a servir a los otros pueblos para presidirlos, dominarlos y
controlarlos. En lugar de dar testimonio, impuso, sometió, obligó.
A pesar de ser infiel a
su misión, Dios continúa llamándola al cambio, a la conversión, a retomar su
identidad de servidora y testigo. Esta llamada de Dios es motivo de gozo y
alegría, como en la profecía de Sofonías, puesto que Dios es fiel (1Cor 10,13; 2Tes
3,3; cf Dt 7,9).
La Iglesia, en cuanto
movimiento de Jesús, necesita revisar sus prácticas, sus enseñanzas, sus
doctrinas, sus tradiciones construidas a lo largo de dos milenios. Esta
revisión sin lugar a dudas nos puede generar miedos, inseguridades, malestares;
pero es necesaria para volver a nuestra identidad original; para unos significará
dejar el latín para asumir la lengua del lugar; para otros será dejar las
vestiduras anacrónicas para asumir las ropas festivas del lugar; para otros
será abandonar los títulos de la nobleza para asumir los del evangelio: “servidor
y hermano”; para otros será dejar de beneficiarse de los bienes de la iglesia
para vivir de su trabajo; para otros será abandonar las fórmulas dogmáticas de
la edad media para transmitir la fe en el siglo XXI a una sociedad postmoderna;
para otros será compartir las riquezas acumuladas durante siglos con aquellas
personas que han sido despojadas desde siempre (despojadas de bienes materiales
y culturales, de recursos naturales y de su tierra, de identidad, etc)…
La Iglesia necesita
retornar a su identidad. Necesita ser testigo de esperanza en un mundo
desesperanzado; necesita ser testigo de justicia en un mundo injusto; necesita
ser testigo de equidad en un mundo desigual. Somos conscientes de que no
lograremos esos cambios aún y que como Moisés, los intuimos lejanos (Dt
32,48-50) pero, no por ello renunciaremos a anunciar que es posible otra
Iglesia, para que sea posible otro mundo. Una rama seca en un monte no hace
nada, muchas hacen un incendio capaz de arrasar con todo. Necesitamos
transmitir esta esperanza activa para que otras personas, otras comunidades,
nos releven en la esperanza y de esa forma el movimiento vaya creciendo y
renovándose.
Alégrense porque el
Señor está cerca (Fi 4,4-7).
Buena semana para todos
y todas.
Julio, Obispo de la
IADC.
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