Aporte Bíblico Teológico a la construcción de un presbiterado del católicismo independiente para el siglo XXI
Introducción
La finalidad de estas
páginas es contribuir a la reflexión teológica y pastoral, sobre el ministerio
de las presbíteras y de los presbíteros, en las Iglesias del catolicismo
independiente, en los tiempos actuales. El gran desafío que enfrentamos dentro
de esta corriente independiente, es generar reflexión teológica y prácticas
pastorales innovadoras; generalmente, tendemos a repetir lo que ya existe y en
muchos casos, pidiendo prestado al catolicismo romano.
En la Iglesia Antigua –
Diversidad Cristiana, intentamos marcar la diferencia, no sin dificultades, sin
incertidumbres y sin errores; sin embargo, asumimos con compromiso, la tarea de
establecer nuestra propia teología, nuestro propia tradición, nuestro propio
magisterio, nuestra propia pastoral, teniendo como únicas referencias, el
Evangelio de Jesucristo y la experiencia eclesial de la Iglesia antes de
Constantino; este corte histórico no es arbitrario. La iglesia pre imperial
contó con una riqueza de expresiones, de tradiciones, de teologías, de
liturgias que nunca más recuperó; sin embargo, algo de la chispa de ese período
se ha mantenido hasta nuestros días manifestándose en diferentes etapas del
proceso de la historia de la iglesia post imperial.
El catolicismo
independiente es una de esas manifestaciones de resistencia a la uniformidad y
la verticalidad dentro de la Iglesia. Es la invitación a construir otro modelo eclesial,
teniendo como referencia nuestra identidad católica y apostólica, pero no desde
la perspectiva conservadora que mantiene tradiciones muertas y que no logra
establecer un diálogo con la sociedad y la cultura; muy por el contrario,
renueva y actualiza permanentemente la tradición para que sobreviva la novedad
del Espíritu en la experiencia eclesial; es capaz de cambiar el envoltorio pero
mantiene el contenido de forma inalterable. Desde esta perspectiva es que
realizo el aporte bíblico y teológico para la construcción de un presbiterado para
el catolicismo independiente, en el siglo XXI, en el marco del Tercer Encuentro
“Monseñor José Ricardo Ferreira de Souza”.
En el correr de los
siglos, hemos naturalizado el término sacerdote,
sin embargo, como demostraremos en el desarrollo de este ensayo, no es un
vocablo proveniente del cristianismo, sino del judaísmo y del paganismo. La
Iglesia, tanto en los tiempos apostólicos como en los primeros siglos no
conoció en su liderazgo, la figura sacerdotal sino presbiteral; es más, me
atrevo a afirmar, fundado en las Sagradas Escrituras, que fue un error haberlo
incorporado y que urge recuperar nuestra identidad y nuestro rol dentro de la
Iglesia, asumiendo la responsabilidad de cambiar el envoltorio, es decir, el
término y la forma “sacerdotal” manteniendo el contenido inalterable, es decir,
el término y la forma “presbiteral”.
Estoy convencido que
muchos se negarán a hacerlo, e incluso discreparán con lo que estoy exponiendo
sin tener argumentos propios y pidiendo prestado a la tradición católica romana
sus fundamentos.
1.1.
Etimología
del término “sacerdote”
El vocablo sacerdote proviene del latín sacerdos, sacerdotis que significan
encargado de hacer cosas sagradas. Es una palabra compuesta por sacer, sacra que significa sagrado y de
la raíz indoeuropea dhë que significa
hacer.
1.2.
Estructura
del ensayo
El presente trabajo
consta de tres partes. En la primera, presentamos el desarrollo bíblico del
sacerdocio en el Antiguo Testamento y del presbiterado en el Nuevo Testamento.
En la segunda parte, presentamos el desarrollo patrístico sobre el tema. En la
tercera, presentamos el desarrollo teológico a la luz de los Padres de la
Iglesia. Finalmente, presentamos algunas reflexiones a manera de conclusión,
como aporte a una reflexión teológica pastoral de nuestro ministerio en el
siglo XXI y en nuestra América Latina.
+Julio
Vallarino
Tercer
homenaje a Mons. José Ricardo Ferrerira de Souza
Corrientes,
República Argentina
20
y 21 de noviembre de 2015
1.
Desarrollo Bíblico
Este capítulo lo
dividimos en dos partes. En la primera realizamos una investigación sobre el
sacerdocio en el Antiguo Testamento y en la segunda parte sobre el sacerdocio
en el Nuevo Testamento.
1.1.
El
sacerdocio en el Antiguo Testamento.
El judaísmo utilizaba el término hebreo kôhên haggâdôl, para designar al Sumo Sacerdote, cuya traducción
literal sería Gran Sacerdote o kôhên
harosh cuya traducción sería Primer Sacerdote:
“El jefe de los sacerdotes ha recibido plena
autoridad para vestir la ropa sagrada, por medio del aceite de consagrar que se
le puso en la cabeza. Por lo tanto, no debe dejarse suelto el pelo ni rasgarse
la ropa en señal de luto”
(Lv 21,10 cf Num 35,25; 2Re 22,4; Neh 3,1; Zac
6,11; 1Mac 10,20; 12,7; Eclo 45,25).
Diferente es el término mal âk
cuya traducción sería Ángel para el sacerdote hebreo aarónico:
“Luego
le puso el turbante en la cabeza, y sobre él, por la parte de enfrente, colocó
la placa de oro que lo consagraba como sacerdote, tal como el Señor se lo había
ordenado” (Lv 8-9; cf Ex 28-29; Num
18; Dt 18,1-8; Neh 12,1-26; Ez 44,15-31; Eclo 50,1-24)
Y kômer para el sacerdote
considerado idolátrico:
“Además
estableció una fiesta religiosa el día quince del mes octavo, como la fiesta
que se celebraba en Judá, y él mismo ofreció sacrificios sobre el altar. Esto
lo hizo en Betel, ofreciendo sacrificios a los becerros que había fabricado y
nombrando sacerdotes para los santuarios paganos que había construido” (1Re 12,32; cf 13,33; 2Re 11,18; 17,32).
En las Sagradas Escrituras, también encontramos otras acepciones,
relacionadas a Israel como pueblo sacerdotal:
“Ustedes
me serán un reino de sacerdotes, un pueblo consagrado a mí.’ Diles todo esto a
los israelitas” (Ex 19,6; cf Is 42,6; 61,6).
A continuación
presentamos un cuadro comparativo de los términos:
a)
El
sacerdocio en tiempos de los Patriarcas.
En tiempos
de los patriarcas, las funciones sacerdotales eran cumplidas por los jefes de
las tribus o clanes:
“Luego
Noé construyó un altar en honor del Señor, tomó animales y aves puros, uno de
cada clase, y los ofreció en holocausto al Señor” (Gn 8,20; cf 22,13; 26,25; 33,20).
b)
El
sacerdocio aarónico.
A partir de
Moisés se establece una familia sacerdotal con Aarón y su descendencia. La
consagración de un descendiente de Aarón como sacerdote tenía un ritual
específico (Ex 29; Lv 8). Se diferenciaban del resto de los hombres de Israel,
entre otras cosas, porque utilizaban vestimentas específicas (Ex 28).
El Sumo
Sacerdote presidía las ceremonias religiosas del Día de Expiación (Lv 16),
también ofrecía sacrificios por los pecados (Lv 4,13-21) y la ofrenda de cereales
(Lv 6,16-18).
El resto de
los sacerdotes realizaban los sacrificios (Lv 1-6); declaraban lo puro y lo
impuro (Lv 13-14); realizaban otras tareas vinculadas al Templo (Nm 10,8-10; Lv
25,9). Dentro de las funciones que tenían asignadas era bendecir al pueblo (Num
6,22-26), discernir y determinar la voluntad de Dios (Ex 28,30), enseñar al
pueblo la Ley (Lv 10,11; Dt 31,9-12; 33,10; Ez 43,23; Esd 7,25).
El
sacerdocio, entonces, se convirtió en la acción de mediación entre la Divinidad
y la humanidad; constituyéndose en una casta o clase (Gn 41,45; Ex 2,16; 1Sam
6,2) que se mantenía a través del diezmo aportado por el pueblo, los primeros
frutos de la tierra, los primogénitos de los animales; y de los sacrificios (Nm
18).
1.2.
El
sacerdocio en el Nuevo Testamento
En el Nuevo Testamento
el término sacerdote se aplica únicamente a Jesucristo y solo en la Carta a los
Hebreos:
“para
eso tenía que hacerse igual en todo a sus hermanos, para llegar a ser un Sumo
Sacerdote fiel y compasivo en su servicio a Dios, y para obtener el perdón de
los pecados de los hombres por medio del sacrificio” (2,14-18;
cf 4,14-16; 5,1-10; 7).
Sin embargo, el
sacerdocio de Jesucristo que no tiene continuidad con el sacerdocio aarónico de
quien desciende la institución sacerdotal del judaísmo, sino que corresponde al
orden de Melquisedec (Heb 7); ya que fue designado por Dios (Heb 5,1-9), siendo
un sacerdocio real (Heb 7,1-3), único (7,8-12) y eterno (7,16-24).
En segundo lugar, el
Nuevo Testamento aplica el término sacerdote a las cristianas y los cristianos:
“De
esta manera, Dios hará de ustedes, como de piedras vivas, un templo espiritual,
un sacerdocio santo, que por medio de Jesucristo ofrezca sacrificios espirituales, agradables
a Dios” (1Pe 2,5 cf
2,9; Ap 1,5-6).
El resto del Nuevo
Testamento no dice absolutamente nada sobre otro tipo de sacerdocio; por lo
tanto, el manejo que hacemos del término en nuestras Iglesias, no tiene
fundamento en las Sagradas Escrituras, salvo que lo liguemos a Aarón y no a
Jesucristo, y como veremos en el desarrollo patrístico, tampoco tiene su
fundamento ni en los Padres Apostólicos ni en la patrística temprana. Teniendo
en cuenta, entonces, que es un concepto ajeno a nuestras raíces apostólicas y
de la iglesia antigua, voy a centrar este trabajo en aquel concepto, que si es
propio de nuestra tradición y tiene fundamentos neotestamentarios y apostólicos
abundantes. Ese es el término presbítero,
de ahí el título de este trabajo.
a)
Etimología
del término “presbítero”
El
término deriva del griego: presbyterion - presbyteros. Su equivalente hebreo es zaµqeµn
, mientras
que el equivalente arameo es sûéÆb. Los tres términos significan básicamente “hombre (más) viejo”. En este sentido se
emplea zaµqeµn en Gn. 25,8;
1Re. 12,8; Sal. 148,12; Pr. 17,6; Jer. 31,13, entre otros, y presbytero en Hch. 2,17; 1Ti.
5,1. Sin lugar a dudas nos está sugiriendo que originalmente los “ancianos”
eran hombres de edad avanzada; 1Pe 5,1-5 nos sugiere que aún en esa época era
así.
A
continuación presentamos un cuadro comparativo de los términos:
a)
La
ancianidad en la tradición bíblica
La
tradición bíblica considera que la ancianidad (las canas) hacen a la persona
digna de respeto (Lv. 19,32; 1Ti. 5,1) en el entendido que la edad proporciona
la experiencia y, por lo tanto, sabiduría (1Re. 12,6–15; Pr. 4,1; 5,1). En esta
línea tenemos que los dirigentes de Israel, en toda la historia
veterotestamentaria, son los ancianos de la nación (Ex. 3,16-18; Lv. 4,15; Jue.
21,16; 1Sam. 4,3; 2Sam. 3,17; 1Re. 8,1-3; 2Re. 23,1; 1Cro. 11,3; Esd. 5,5, 9;
Jer. 26,17; Ez. 8,1 entre otros textos de las Escrituras Hebreas). En el
Pentateuco se plantea que 72 ancianos fueron elegidos para compartir con Moisés
la carga de dirigir al pueblo (Nm. 11,16–30), y posteriormente los ancianos
desempeñaron un rol similar ante el rey. Los ancianos junto a los sacerdotes
tenían entre sus funciones el cuidado de la Ley y de leerla al pueblo (Dt.
31,9–13).
Cuando
Israel se estableció en la tierra prometida e inició el proceso de instalación
dispersándose en las diversas ciudades, los ancianos actuaron como jueces (Dt.
19,12; 21,19s; 22,15–18; Jos. 20,4; Rt. 4,2-4.9-11; 1Re. 21,8-11; 2Re. 10,1-5).
El
pueblo hebreo en Jerusalén mantuvo la antigua relación entre ancianos y
sacerdotes (Lm. 1,19; 4,16; 1Mac. 7,33; 11,23). Esta relación ocupó un lugar
prominente en tiempos de Jesús y de la Comunidad Apostólica (Mt. 21,23;
26,3.47; 27,1-3.12-20; 28,11ss; Hch. 4,23; 23,14; 25,15). De esta antigua relación surgió luego el
Sanedrín, que era el Consejo que gobernaba y hacía las veces de corte suprema
de justicia, siendo presidido por el Sumo Sacerdote. Entre sus 71 miembros se
encuentran ancianos y jefes de los sacerdotes (Mt. 27,1; Mc. 8,31; 14,53; 15,1;
Lc. 22;66; Hch. 4,5.8.23; 22,5), junto a “escribas” y “gobernantes”, términos
que probablemente tienen significado similar a los anteriores.
Los
ancianos también aparecen como gobernantes en las Escrituras Hebreas en
Jerusalén y otras partes (Jd. 8,10ss; 1Mac. 12,35). Era necesario, para la tarea de juzgar al
pueblo de acuerdo con la Ley de YHWH, que tanto los ancianos como los
sacerdotes la conocieran. Era responsabilidad de los sacerdotes enseñarla (Lv.
10,10ss; Dt. 33,10; Mal. 2,6ss). En el siglo I se encuentra en Alejandría
sacerdotes y ancianos que todavía desarrollaban esta tarea, enseñando las
Escrituras Hebreas al pueblo en la sinagoga en el día de reposo (Filón,
Hypothetica, 7.13). En Palestina, en cambio, parecería que la obligación de
enseñar había recaído casi completamente en los ancianos, llamados así en Lc.
7,3, según una inscripción hallada en una sinagoga de Jerusalén, anterior al
año 70 d.C., y en la literatura rabínica, aunque en las Escrituras Cristianas
generalmente se los llama “escribas” entendido como expertos en la Escritura
Hebrea, “doctores de la ley” o “rabinos”. Algunas veces enseñaban en el Templo
(Lc. 2,46), pero su gran centro de influencia fue sin lugar a dudas la sinagoga
(Mt. 23,6; Mc. 1,21ss; Lc. 5,17; 6,6ss; 7,3–5). Según la literatura rabínica su
deber primario era todavía el de juzgar, esto lo encontramos claramente en las
Escrituras Cristianas, fundamentalmente sobre expulsiones de la sinagoga (Jn.
9,22; 12,42; 16,2), y de castigos en la sinagoga (Mt. 23,34; Mc. 13,9; Hch.
22,19; 26,11).
La
sinagoga también tenía uno o más funcionarios “principales”, cuya
responsabilidad era guardar o mantener el orden (Lc. 13,14), elegir a quienes
predicaran (Hch. 13,15), leer las Escrituras Hebreas o dirigir las oraciones; y
un “ministro” (Lc. 4,20). Los testimonios extra bíblicos permiten suponer que
se trataba de nombramientos locales relacionados con el edificio de la
sinagoga.
El
anciano, por otra parte, era ordenado o instituído por su maestro, por lo que
su ministerio tenía mayor amplitud, aunque generalmente se establecía y se
ganaba la vida por medio de un oficio. A su vez, ordenaba o instituía a sus
propios discípulos, a menudo con la colaboración de otros dos ancianos, y
usualmente por la imposición de manos; de este modo se establecía y continuaba
una sucesión de maestros y jueces, como así también una tradición de enseñanza
e interpretación legal. Ya en el siglo II dC. el derecho de ordenar o instituir
y autorizar las ordenaciones o instituciones se concentra en el patriarca
nacional (cf. esp. Tosefta Sanhedrin
1.1; Jerusalem Sanhedrin, 1. 2–4).
b)
La
ancianidad en la Iglesia
Esta experiencia,
tomada del judaísmo es utilizada por las Comunidades Cristianas para la
designación del sistema de ancianos, y la ordenación o institución
judeocristiana de un cuerpo de ancianos contribuye a unificar las diversas
facetas del ministerio neotestamentario más que lo que a menudo se percibe.
Cristo es el gran maestro o rabino (Mt. 23,8), y a su vez sus discípulos se denominan
a sí mismos ancianos:
“Quiero
aconsejar ahora a los ancianos de las congregaciones de ustedes, yo que soy
anciano como ellos y testigo de los sufrimientos de Cristo, y que también voy a
tener parte en la gloria que ha de
manifestarse” (1P. 5,1; cf 2Jn. 1; 3Jn. 1).
Transmiten a otros las
enseñanzas que han recibido, a quienes encargan hacer lo mismo, y estos, a su
vez, a otros (1Co. 11,23; 15,1.3; 2Ts. 2,15; 3,6; 2Ti. 2,2). Los que reciben
esta misión son denominados ancianos (Hch. 14,23; Tit. 1,5) y designados mediante
la imposición de manos (Hch. 6,6; cf. 11,30; 1Ti. 4,14; 5,22; 2Ti. 1,6). Estos
ancianos debían estar dispuestos a ganarse la vida si fuera necesario (Hch.
20,17.33–35), teniendo como tarea enseñar (1Ti. 5,17; Tit. 1,5.9), hacer las
veces de jueces (Hch. 15,2.6.22–29; 16,4).
No resulta extraño
encontrar un paralelo entre el Concilio de Jerusalén como corte de apelación,
compuesto por apóstoles y ancianos y presidida por Santiago (Hch. 15) y el
Sanedrín, que estaba formado por jefes de los sacerdotes y ancianos y era
presidido por el Sumo Sacerdote. Además de las tareas de enseñar y juzgar que
tenían los ancianos, en su condición de ancianos de la Comunidad Cristiana se
destaca la de gobernar, dándoles un carácter más pastoral que político (Hch.
20,17.28; 1Ti. 5,17; St. 5,14; 1P. 5,1–4; cf. Mt. 9,36–38; Ef. 4,11); de aquí
surge el otro título del anciano, como “obispo”.
Con esta transformación
se produce la desaparición del oficio independiente de “principal de la
sinagoga” en la Comunidad Discipular, tarea que es parcialmente absorbida por
el anciano, y parcialmente, sin duda alguna, por el propietario de la casa
donde se congregaba la Comunidad Discipular. Por otra parte, el “ministro”
perdura como el diácono cristiano, aunque su oficio seguía siendo local, hasta
el punto de que sólo ocasionalmente aparece el diácono en las Escrituras
Cristianas. En síntesis, el anciano
cristiano u obispo, tiene en primer lugar la función de enseñar, de determinar
lo bueno y lo malo, y de supervisar pastoralmente. Aunque se ordena o instituye
a los ancianos para funciones específicas, su oficio no es ni sacerdotal ni
cúltico - ceremonial.
Los sacramentos se encuentran
bajo la supervisión del ministerio ordenado, pero no como prerrogativa
personal. Cuando se separa la función del obispo de la del anciano en el siglo
II dC, las tareas de enseñanza, supervisión pastoral, y supervisión de los
sacramentos son compartidas por ambos oficios: obispo y anciano pero la tarea
de juzgar asuntos relativos a la excomunión y la reconciliación recae en primer
lugar sobre el obispo. Durante un tiempo ocurre así también con la colaboración
del diácono, con la responsabilidad de la ordenación o institución, con la
práctica de que otras dos personas cooperen en la ordenación o institución del
obispo mismo, y con el concepto de una sucesión de maestros, cada uno de los
cuales encarga a su sucesor, por medio de la instrucción y la ordenación o
institución, el mensaje que oportunamente se le había confiado a él. No obstante, los ancianos continúan
desempeñando ciertos deberes judiciales, cuidando de que ciertos transgresores
impenitentes no participasen de la Cena del Señor, y ciertos deberes de
ordenación, como así también ayudando en la ordenación de otros ancianos.
2.
Desarrollo Patrístico
2.1.
El
sacerdocio en los Padres Apostólicos
Los Padres Apostólicos,
en la misma línea del Nuevo Testamento relacionan directamente el sacerdocio a
Jesucristo. Clemente de Roma (+ 97 dC) afirma que es “pontífice de nuestras oblaciones”. Policarpo de Esmirna (70 – 155
dC) afirma que es “pontífice sempiterno”.
Ignacio de Antioquía (25/28 – 98/110 dC) afirma que es “sumo sacerdote”.
2.2.
El
sacerdocio en los Padres de la Iglesia
Los Padres de la
Iglesia, en los primeros siglos del cristianismo, continúan en la misma línea
refiriendo el sacerdocio a Jesucristo, es recién hacia el siglo III cuando
comienza a aplicarse a los presbíteros, ya cuando la Iglesia estaba próxima a
la paz constantineana.
Tertuliano (160 – 220
dC):
[Jesucristo
es el] “gran sacerdote del Padre”.
Hipólito de Roma (170 –
236 dC)
[Jesucristo
es] “sumo sacerdote, consagrado para
gloria de Dios”
Atanasio de Alejandría
(296 – 373 dC):
“… hablando de la presencia corporal del
Verbo, dijo: Aquel que es fiel a quien le hizo Apóstol (cfr. Hb 3, 1-2). Con
estas palabras pone de relieve que Jesucristo, también en su humanidad, es hoy
el mismo que ayer, y permanecerá para siempre. Y de igual forma que el Apóstol
recuerda su encarnación a través de su sacerdocio, también habla de su
divinidad”
Agustín de Hipona (354 –
430 dC):
“Y ¿qué sacerdote más santo y justo que el
Hijo Único de Dios, pues no tiene necesidad de ofrecer primero sacrificio por
su pecado, ni de origen ni los que se suman en la vida humana? Por otra parte,
¿qué víctima más grata a Dios podía elegir el hombre para ser inmolada por él
que la carne humana? Y ¿qué carne más apta para ser inmolada que la carne
mortal? Y ¿qué pureza era capaz de purificar al hombre de sus inmundicias, sino
la carne inmune de todo contagio de concupiscencia carnal, nacida en el seno y
del seno de la virgen? Y ¿qué carne tan grata, para el que ofrece y para el que
recibe la ofrenda, como la carne de nuestro sacrificio, hecha cuerpo de nuestro
Sacerdote? Cuatro elementos integran todo sacrificio: el que ofrece, a quien se
ofrece, qué se ofrece y por quiénes se ofrece. El único y verdadero Mediador
nos reconcilia con Dios por medio de este sacrificio pacífico, permanece en
unidad con aquel a quien ofrece, se hace una misma cosa con aquel por quien se
ofrece, y el que ofrece es lo que ofrece”.
Casi toda la literatura
patrística hace referencia a los tres niveles del orden jerárquico eclesial: epíscopos
u obispos, presbíteros o ancianos, diáconos. El término sacerdote siempre es utilizado en referencia a Jesucristo, tal como
lo expusimos sintéticamente párrafos más arriba. Sin embargo, cuando los Padres
se refieren a aquellos ministros que mal llamamos sacerdotes, ellos los llaman presbíteros
o ancianos.
Ignacio de Antioquía (25/28
– 98/110 dC):
“a la manera que el Señor nada hizo sin
contar con su Padre, hecho como estaba una cosa con Él —nada, digo, ni por sí
mismo ni por sus Apóstoles—; así vosotros nada hagáis tampoco sin contar con
vuestro obispo y los ancianos; ni tratéis de colorear como laudable nada que
hagáis a vuestras solas, sino, reunidos en común, haya una sola oración, una
sola esperanza en la caridad, en la alegría sin tacha, que es Jesucristo, mejor
que el cual nada existe”.
Policarpo de Esmirna (70
- 155 dC):
“más también los ancianos han de tener entrañas de misericordia,
compasivos para con todos, tratando de traer a buen camino lo extraviado,
visitando a todos los enfermos; no descuidándose de atender a la viuda, al huérfano
y al pobre; atendiendo siempre al bien, tanto delante de Dios como de los
hombres, muy ajenos de toda ira, de toda acepción de personas y juicio injusto,
lejos de todo amor al dinero, no creyendo demasiado aprisa la acusación contra
nadie, no severos en sus juicios, sabiendo que todos somos deudores de pecado”.
Tertuliano establece
entre los obispos y los diáconos a los ancianos
Etimológicamente ambos
términos son diferentes. La etimología de sacerdote la presentamos más arriba,
en la Introducción (pág 2).
2.3.
Rol
de los presbíteros en la Iglesia patrística
Ignacio de Antioquía
enseña que los presbíteros o como él llama, colegio apostólico, debe estar
unido al obispo:
“Os conviene correr a una sola con el
sentir de vuestro obispo, que es, justamente lo que ya hacéis. En efecto,
vuestro colegio de ancianos, digno del nombre que lleva, digno, otrosí, de
Dios, así está armoniosamente concertado con su obispo como las cuerdas con la
lira” (Carta a los magnesios)
Policarpo, estable un
orden jerárquico en el gobierno de la Iglesia y ubica a los presbíteros
conduciendo a la comunidad:
“Más también los ancianos han de tener
entrañas de misericordia, compasivos para con todos, tratando de traer a buen
camino lo extraviado, visitando a todos los enfermos; no descuidándose de
atender a la viuda, al huérfano y al pobre; atendiendo siempre al bien, tanto
delante de Dios como de los hombres, muy ajenos de toda ira, de toda acepción
de personas y juicio injusto, lejos de todo amor al dinero, no creyendo
demasiado aprisa la acusación contra nadie, no severos en sus juicios, sabiendo
que todos somos deudores de pecado” (carta a los
filipenses).
2.4.
Evolución
del concepto y de la práctica en el período patrístico
Es a partir de la
Iglesia imperial que comienza a desarrollarse una teología del sacerdocio
ministerial. Pudo haber muchas razones, sin embargo me inclino a pensar que al
pasar a ser un culto oficial, el cristianismo debió presentarse como algo no
tan diferente a los cultos paganos, donde encontramos el binomio sacerdote –
sacrificio en todos ellos.
Sin lugar a dudas, esta
similitud entre la Iglesia y las religiones paganas debió comenzar a elaborarse
años antes al Edicto de Paz, por lo menos entre la intelectualidad cristiana,
para ser aceptada y poner fin a las sangrientas persecuciones que se dieron
durante los tres primeros siglos del cristianismo.
Los ancianos que
lideraban las comunidades eclesiales, en un rol de gobierno y enseñanza,
pasaron, progresivamente a ser los sacerdotes que también ofrecían sacrificios.
Igualmente, la Iglesia comenzó a estructurarse a imagen y semejanza de la corte
imperial, así surge el obispo monárquico que dejó de ser el administrador de
los dones eclesiales, rodeado de una corte de sacerdotes que dejaron de ser
ancianos y con un séquito de diáconos que se trasladaron de las acciones de
servicio a la acción cúltica.
En este proceso,
encontramos un desarrollo teológico sobre el sacerdocio ministerial en los
Padres de la Iglesia:
Gregorio Nacianceno
(329 – 390):
“… nuestra medicina [la de los sacerdotes como médicos del
alma] es más difícil que la medicina de
los cuerpos, y, por tanto, más sublime. Aquélla se ocupa nada más de lo que cae
bajo la mirada corporal; pero en nosotros todo el esfuerzo está en descubrir al
hombre interior y tenemos que luchar contra un enemigo que nos ataca por
dentro, acosándonos, azuzándonos contra nosotros mismos, arrojándonos a la
muerte del pecado… Nuestra medicina tiene que aplicar penas al alma, sacarla
del mundo y entregarla a Dios.
Tiene que conservar a toda costa en ella la imagen
divina, fortalecerla si peligra y devolvérsela si la ha perdido. En una
palabra, tiene que hacer que Cristo habite en nuestros corazones por el
Espíritu Santo, llevándonos hasta alcanzar a Dios que es nuestra bienaventuranza
y felicidad suprema. Y nosotros somos los ministros y dispensadores de esta
medicina; nosotros, los sacerdotes, que presidimos el pueblo. Nosotros, para
quienes ciertamente es ya grande y excelente ver y curar los propios vicios y
enfermedades. No porque, de suyo, haya de considerarse esto como cosa excelsa,
sino porque la mala calidad, por así decirlo, de muchos de nosotros ha creado
esa mentalidad. Pero tenemos una misión mucho más alta: curar las enfermedades
de los demás, y poder hacerlas desaparecer oportunamente… ¡Cuánto empeño
debemos poner y cuánta ciencia necesitamos para curar a los demás y a nosotros
mismos, orientando hacia el bien nuestra vida, arrancando el espíritu de la
tierra!”
Gregorio de Nisa (330/335 – 394/400):
“la fuerza de la Palabra, que santifica el agua bautismal, hace también
santo y venerable al sacerdote y, a la vez, distinto y separado por una nueva
bendición del resto de la masa. Ayer y anteayer era uno más del pueblo; y de
repente aparece como guía, el pedagogo, el maestro de la piedad, el ministro de
los misterios ocultos”.
Juan Crisóstomo (347 –
407):
“Tanto es mayor el empeño y perfección que el trato con Dios requiere.
Porque ¿qué tal ha de ser aquel que está constituido embajador ante Dios de una
ciudad entera? ¿Y qué digo de una ciudad? De toda la tierra es embajador, y por
los pecados de todos ruega el sacerdote a Dios, no sólo por los de los vivos
sino también por los de los difuntos, a fin de que a todos sea propicio”.
Cirilo de Alejandría
(378 – 444 dC)
“el sacerdote es la figura de Cristo y su forma concreta. A Él —Cristo— se
le llama Enmanuel porque es el mediador entre Dios y los hombres, apóstol y
sumo sacerdote de nuestra fe que penetró en el santuario una vez para siempre,
no con sangre de machos cabríos o novillos sino con la propia sangre,
consiguiendo una redención eterna y por esa sola oblación santificó a todos
para siempre (Hb 3,1)”.
León Magno (400-461):
«aunque el sacramento de este divino sacerdocio desempeñe funciones
humanas, no se llega a él por generación, ni para este oficio es elegido el que
procede de la carne o la sangre; por el contrario, una vez que ha cesado el
privilegio de los padres y que ha desaparecido este ministerio transmitido por
familia, la Iglesia escoge a los que el Espíritu Santo ha destinado, para que
el sacerdocio universal y real, al que pertenece el pueblo adoptivo de Dios, no
se alcance por privilegio terreno, sino que sea la dignidad de la gracia
celeste la que engendra al sacerdote»
No es casual que sea en
torno a estas fechas en que evolucione el concepto. El edicto de Milán se
produce en el año 313 dC y el cristianismo debía presentarse como una religión
organizada, acorde al imperio que la reconocía. Se toma del paganismo los
conceptos para que no resulten tan ajenos, se toma del imperio la estructura
organizativa para que la Iglesia no resulte ajena. Esta época fue crucial para
la identidad eclesial, de ser el movimiento de Jesús, diverso y clandestino,
pasó a ser la religión del imperio.
3.
Desarrollo Teológico en el período
patrístico
Una vez instalado el
sacerdocio ministerial, reemplazando a los ancianos o presbíteros, los Padres
de la Iglesia comenzaron su desarrollo teológico, aportando una serie de
características donde resalta un rol de “administrador de lo sagrado y ministro
de los misterios divinos” frente al rol heredado por el Nuevo Testamento y los
Padres Apostólicos de “gobierno y enseñanza”.
Cipriano de Cartago
(+258)
“Si somos sacerdotes de Dios y de Cristo,
debemos seguir solamente a Dios y a Cristo y tanto más cuanto Él mismo nos ha
dicho en el Evangelio: Yo soy la luz del mundo. El que me siga no caminará a
oscuras, sino que tendrá la luz de la vida (Jn 8, 12). No caminemos en las
sombras, sigamos a Cristo y sus mandamientos, pues Él mismo dijo a los
apóstoles cuando les envío a predicar: Dios me ha dado plena autoridad sobre el
cielo y la tierra. Poneos, pues, en camino y haced discípulos a todos los
pueblos y bautizadlos para consagrarlos al Padre, al Hijo, y al Espíritu Santo,
enseñándoles a poner por obra todo lo que yo os he mandado (Mt 28, 19-20). Si
queremos caminar en la luz de Cristo, no nos apartemos de sus preceptos» . Esa
misma idea la encontramos en San Gregorio Nacianceno quien con claridad enseña
que el sacerdote «antes de purgar a los demás, antes de limpiarlos, conviene
estar limpio. Hace falta estar instruido para instruir. Ser luz para iluminar.
Acercarse a Dios, para acercarlos a Dios. Santificarse para santificarlos,
llevarles de la mano por el buen camino y darles buenos consejos”
Juan Crisóstomo (347 – 407):
“Una vez que pusiera manos a mi
ministerio, aun cuando lo desempeñara como un ángel, no bastarían fuerzas
humanas para responder a las críticas de cada día; no digamos si por mi
inexperiencia y poca edad me viera forzado a cometer mil errores. Pero también
de esa acusación he librado ahora a mis electores, como de haber aceptado los
hubiera expuesto a mil baldones. Pues ¡qué no se hubiera dicho sobre el caso!
Las cosas más altas y veneradas han sido puestas en manos de chiquillos sin
conocimiento”
“Hagamos todo lo posible para tener el
Espíritu Santo en nosotros, para poder ejercer con todo cuidado la gracia que
se nos ha confiado a nosotros: actuar los misterios. Grande es la dignidad del
sacerdote: A quienes perdonéis los pecados, Dios se los perdonará (Jn 20, 23).
Por eso, decía Pablo: obedeced a vuestros dirigentes y someteos a ellos (Hb 13,
17), para que de este modo les manifestéis el máximo respeto. Cuida tú de tus cosas y si dispones de ellas
correctamente, no te importará la opinión de los demás: si el sacerdote
desempeña correctamente su vida, pero no se preocupa con suma diligencia de tu
vida y la de todas las almas a él encomendadas, irá con los malos al infierno.
Muchas veces el sacerdote claudica, no por su vida sino por causa de vidas
ajenas, a no ser que cumpla con todos los deberes que le incumben. Considerando
todos esos peligros, procura tratarles con suma benevolencia. Esto significan
las palabras de Pablo: Tienen que cuidar de vosotros (Hb 13, 17) y no
superficialmente, sino como quienes tienen que dar cuenta a Dios (Hb 13, 17)”.
Pedro Crisólogo (406 –
450):
«No te niegues pues a ser sacrificio y sacerdote de
Dios. No desprecies el don que el poder y la generosidad de Dios te han
concedido. Revístete de santidad y cíñete con el cíngulo de la castidad; Cristo
sea como un velo sobre tu cabeza y la cruz en la frente te sirva de protección.
Escribe sobre tu pecho el sacramento del conocimiento de Dios y quema como un
perfume el incienso de la oración, empuña la espada del espíritu y haz de tu
corazón un altar: Y así con la seguridad que te da la protección de Dios,
transforma tu cuerpo en un sacrificio. Dios quiere la fe, no la muerte; la fe
de la pureza de intención y de la voluntad y no la sangre.A Dios se le
satisface con el sacrificio de la voluntad, no con el de la vida. Dios nos
demostró esto cuando exigió a Abraham el sacrificio de su hijo ¿No es verdad
que Abraham ofrecía en realidad su propio cuerpo? Y, ¿qué es lo que pretendía
el Señor sino la fe de Abraham desde el momento en que le mandó que ofreciera a
su hijo pero no permitió que lo sacrificara?... Tu cuerpo se fortalece cada vez
que tú, muriendo a los vicios, sacrificas a Dios tu vida por medio del
ejercicio de las virtudes. No puede morir el que es muerto por la espada de la
vida
Gregorio Magno
(+604):
!Oh pastores! ¿Qué hacemos nosotros, no lo digo sin
dolor, qué haremos los que recibimos la recompensa y sin embargo no somos
trabajadores, recibimos los beneficios de la santa Iglesia como nuestro salario
ordinario y no hacemos nada por la Iglesia eterna? Pienso cuán digno de condena
es el recibir nuestra paga de trabajo y no trabajar. Nosotros vivimos de las
ofertas de los fieles, pero ¿trabajamos hasta la fatiga por las almas de los
fieles? Tomamos como salario nuestro lo que ofrecen los fieles por sus pecados
y sin embargo no nos esforzamos por luchar contra los pecados, con celo, con la
oración, con la predicación, como sería lo más justo. Con gran dificultad
reprendemos a algunos por sus culpas…. Pensemos que es un delito ante los ojos
de Dios el comer el precio de los pecados y no hacer nada por medio de la
predicación contra los pecados… Nosotros comeremos de los frutos de nuestra
tierra si los pagamos cuando, por el alimento que recibimos de la Iglesia, nos
afanamos en la predicación. Somos los pregoneros del Juez que ha de venir. Pero
¿cómo vamos a anunciar la venida del Juez si el pregonero se calla?”.
Muy brevemente, hemos
recorrido la doctrina de los Padres de la Iglesia sobre el sacerdocio
ministerial, desde el siglo III al siglo IV, donde confirmamos la
transformación que se produce tanto en términos de concepto, es decir de
presbítero a sacerdote, como en cuento a funciones, como “hombre de
Dios” con una dignidad excelsa, en cuento que es portador de una referencia especial
a Cristo, sumo sacerdote; desempeñando un ministerio sagrado exclusivo.
Algunas conclusiones de índole pastoral
Hasta aquí, brevemente,
el desarrollo bíblico y patrístico del orden del presbiterado en la Iglesia de
la antigüedad (siglos I a IV). A continuación, algunos desafíos a manera de
conclusión para re posicionarnos en el siglo XXI.
1.
Retorno
a las fuentes
El primer desafío que
se nos presenta es recuperar nuestra identidad. Para ello es necesario desandar
más de 1500 años. El regreso a nuestras raíces no es para quedarnos anclados en
el pasado, sino para descubrir el presbiterado en sus orígenes, despojarlo de
todo el ropaje que se le fue incorporando durante los últimos XVI siglos,
comprenderlo en su esencia y proyectarlo en el siglo XXI.
En este proceso de
retorno a las fuentes surgen algunos cuestionamientos: ¿queremos ser
presbíteros como los de la iglesia pre imperial o queremos ser sacerdotes como
los de la iglesia imperial que se perpetúa hasta nuestros días? En el caso de
querer volver a ser presbíteros de la iglesia anterior a la paz de Constantino
¿qué cosas de las que incorporamos en estos XVI siglos son esenciales a nuestro
rol y qué no? ¿cómo deconstruir una teología del presbiterado, prestada, para
comenzar a construir una teología del presbiterado propia del catolicismo
independiente?
2.
Posicionamiento
para el siglo XXI
El segundo desafío que
se nos presenta es posicionarnos, luego de haber re descubierto nuestra
identidad. Retornar a nuestro contexto eclesial y poner en diálogo raíces y
contexto actual, sabiendo que en la cultura nada es inocente.
En este proceso de
retorno a nuestros contextos surgen otros cuestionamientos: ¿estamos dispuestos
a readaptar nuestro rol a las necesidades de las comunidades eclesiales?
¿estamos dispuestos a desarrollar la creatividad de construir un modelo
presbiteral, diferente al del sacerdocio ministerial, desde nuestra identidad
independiente sin copiar modelos vigentes en otras iglesias?
3.
En
diálogo con la sociedad y la cultura actual
El tercer desafío que
se nos presenta es poder dialogar con la sociedad actual y con la cultura
contemporánea, que nos interpelan y tienen mucho para decirnos sobre la
realidad en que están inmersas las personas actuales, hombres y mujeres de
nuestro tiempo.
Insisto en el concepto
de diálogo. Para ello tenemos el ejemplo de Jesús, encontrarnos con la gente,
sin prejuicios, sin culpabilizar, sin condenar; por el contrario, sanando,
liberando, incluyendo, devolviendo dignidad.
En este proceso de
servicio a los hombres y las mujeres de nuestro tiempo, surgen nuevos
cuestionamientos: ¿desde qué lugar contribuir a co pensar con los obispos,
nuevas respuestas a los nuevos interrogantes? ¿cómo responder con el Evangelio
de Jesucristo a los desafíos de la sociedad y la cultura? ¿cómo posicionarnos
en los nuevos escenarios sociales y eclesiales? ¿cómo construir una ética de la
inclusión frente a tantos modelos de exclusión eclesial?
4.
En
colegialidad
El cuarto desafío que
se nos presenta es construir colegialidad en el catolicismo independiente. Urge
que dejemos a un lado las interpretaciones dogmáticas, fundamentalistas y
literalistas. La experiencia de la Iglesia de la antigüedad nos desafía a
construir un Consejo de Presbiteral capaz de encontrarse, de dialogar, de diseñar
nuevas estrategias para los desafíos de los nuevos tiempos, donde el Evangelio
necesita ser encarnado.
En este proceso de
construir colegialidad entre los presbíteros surgen nuevos cuestionamientos: ¿estamos
dispuestos a revisar y cuestionar nuestro cuerpo dogmático, cambiando su
envoltorio, es decir, la forma de presentarlo para la sociedad y la cultura
contemporáneas? ¿estamos dispuestos a ajustar nuestro cuerpo doctrinal al de la
Iglesia de la antigüedad? ¿estamos dispuestos a encontrarnos con otros
presbíteros para diseñar estrategias pastorales acordes a las necesidades de
los hombres y mujeres actuales? ¿estamos dispuestos a construir colegialidad,
con una actitud de escucha respetuosa, diálogo fraterno y actitud solidaria?
A manera de conclusión:
No estamos en el
catolicismo independiente porque somos curas casados, tampoco porque somos
homosexuales o porque somos divorciados, estamos aquí porque Dios nos confió la
responsabilidad de construir comunidades eclesiales más evangélicas, somos
pioneros eso exige arriesgar, dejar de repetir modelos obsoletos y agotados.
Si nos fundamentamos en
las Sagradas Escrituras y en los Padres de la Iglesia, especialmente aquellos
más cercanos a la época apostólica, pues serán quienes nos transmitan más fielmente
y con menos influencia del imperio y la iglesia constantiniana, el proyecto de
Jesús y de la comunidad apostólica, poniendo en juego nuestra capacidad
creativa podemos:
-
desarrollar modelos eclesiales
alternativos, capaces de poner en diálogo a nuestras iglesias con los hombres y
las mujeres del siglo XXI;
-
crear estructuras eclesiales más
democráticas y similares a las que se dieron en el movimiento de Jesús (siglos
I al III);
-
transformar el actual modelo presbiteral
cúltico y sacerdotal en aquel que fue en los orígenes del movimiento de Jesús:
colegial, comprometido y solidario, articulando la vida eclesial entre el
Obispo y la comunidad.
Sin lugar a dudas,
tenemos la frescura y la libertad para emprender estas transformaciones,
permitiéndonos equivocarnos, como le sucedió al movimiento de Jesús, que entre
aciertos y errores fue creciendo y desarrollándose por todo el mundo conocido.
Perdiendo el miedo a
crear y transformar enriqueceremos nuestros modelos eclesiales que no dependen
de una legislación externa a las propias iglesias, me refiero concretamente al
Código de Derecho Canónico que en más de una oportunidad, escucho que las
Iglesias católicas independientes se referencian, o al Misal Romano, o al
Pontifical Romano, o a los ornamentos como si nuestras iglesias fueran menos
por innovar, abandonar o transformar.
El presbiterado
católico independiente, tiene por delante, si es capaz de aceptar los desafíos
actuales, una inmensa tarea innovadora y renovadora a implementar y desarrollar
en las Iglesias Católicas Apostólicas independientes. Depende de nosotros
aceptar el desafío. En Uruguay ya estamos haciendo camino.
Fuentes consultadas:
Diccionario
de Teología: Harrison E.F, 2002.
Diccionario
Bíblico: Holman, 2008
COMPUBIBLIA:
Indice Temático, Dios Habla Hoy - La Biblia
de Estudio, (Estados Unidos de América: Sociedades Bíblicas
Unidas) 1998
COMPUBIBLIA:
Concordancia Temática, Reina-Valera
1995—Edición de Estudio, (Estados Unidos de América: Sociedades Bíblicas
Unidas) 1998.
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