Pan integral en vez de chocolatinas ¿Hay una vida después de la muerte?

En el marco de la temática que venimos compartiendo en las reflexiones semanales, presentamos otro capítulo de un libro que ilustra la temática desde una perspectiva innovadora, ubicándonos en una lectura postmoderna, sobre aspectos de nuestra fe cristiana.


Obra: “Otro cristianismo es posible”
Rogers Lenaers




Con este capítulo, la teonomía se atreve a entrar en un terreno que en su mapa aparece como territorio vacío. Es como avanzar caminando sobre hielo, sintiendo un crujido a cada paso. Estos crujidos pueden dar miedo a muchos que se atrevan a acompañarnos. Pero no hay vuelta. Si se ha dicho A, hay que decir también B. Si uno se ha despedido de la imaginación del otro mundo, no queda más que este cosmos, y Dios, como el otro nombre de la profundidad transcendente de este cosmos, una profundidad no fría y fatal, sino capaz de conocer y de amar. Pero si no hay un segundo mundo hacia donde pudiéramos mudarnos más allá de las fronteras de esta existencia, ¿qué es lo que espera al ser humano en su muerte, y a dónde se va?

¿Acaso lo sabe la heteronomía?

No, tampoco ella es experta en la materia. Sólo piensa serlo, porque dispone de un mapa trasmitido de mano en mano durante siglos, un mapa hecho por seres humanos que nunca estuvieron allí, pero un mapa que muestra claramente todos los senderos de esta región desconocida. Lo han hecho confiadamente, pensando que el lenguaje de la Sagrada Escritura es un lenguaje descriptivo y eterno, cuando en realidad está referido al tiempo y es de carácter mitológico.

Para completar lo que faltaba, le concedieron a la fantasía humana la posibilidad de intervenir. ¿Cuál ha sido el resultado? El ser humano, o más bien su alma, como lo ve su imagen tradicional, atraviesa lafrontera entre los dos mundos. En el otro mundo le aguarda primero un juicio que trae a la luz sin piedad todo el mal cometido durante la vida pasada, tras lo cual el juez divino determina el castigo o el premio merecido. El castigo puede ser temporal (lo que supone que en ese otro mundo, el tiempo juega también un papel) o eterno. Y este castigo eterno no es broma, ni lo es el temporal, pues consiste en un tormento de fuego, el más cruel de todos los que pudo planear el ser humano para sus queridos congéneres. El castigo eterno con fuego se lo cuelga al cuello cuando ha vivido mal, lo que significa que ha cometido al menos un pecado mortal, como dejar de ir a misa un domingo, o casarse por segunda vez después de divorciarse, o tomar la píldora anticonceptiva, sin haberse arrepentido profundamente de estas cosas antes de morir.

La tradición no tiene problemas en considerar justo tal castigo. Pero, quien compara sobriamente el tamaño de la falta con lo pesado de la pena, tiene cierta dificultad para estar de acuerdo con que ésta sea justa. Igual cosa, pero al revés, sucede con el premio, que supera infinitamente cualquier medida o proporción humana. Por unos pocos años de observancia fiel de los mandamientos de Dios, se recibe como premio – eso sí, normalmente después de un período de tormentos bárbaros en el purgatorio-, la participación en una felicidad tan completa, que frente a ella desaparece cualquier gozo terrestre, y esto, para toda la eternidad. Esta eternidad, por muy sorprendente que parezca, deja que se introduzca todavía un tiempo intermedio en el premio o el castigo. Allí se inserta el segundo juicio, llamado «el juicio final», el cual no es un procedimiento de apelación, sino que sólo viene a confirmar lo ya juzgado. La muchedumbre de los ya juzgados es convocada a presentarse nuevamente ante el juez (y se presume que se conoce incluso el lugar donde tendrá lugar el
evento: el Valle de Josafat), cada uno habiendo recobrado su propio cuerpo, en el que va a recibir su recompensa o su castigo eterno. Y entonces, quien oficiará de juez será el Hijo.

Generaciones y generaciones han sido educadas con estas imágenes. Hasta en el año 1993 el pensamiento romano sigue siendo el mismo, como lo prueba el Catecismo de la Iglesia Católica, nos 997 a 1001. Los más viejos, entre los cuales se cuenta este mismo autor, hemos aceptado tales imaginaciones en otro tiempo sin crítica, sin barruntar que este enorme fresco de figuras dispares era una amalgama de antiguas herencias judías, cristianas y helenísticas, puestas todas juntas como si fueran una reproducción exacta, aunque figurada,
de las palabras de la Escritura. Su éxito se debe en primer lugar a una necesidad humana profunda: nuestra hambre de justicia. Sin recompensa y castigo en otro mundo, tanto mal resultaría impune, y tanto bien quedaría sin premio, lo cual es un pensamiento insoportable y, además, irreconciliable con la justicia de un Dios bueno. En este tema, cada uno tiende a reservar la justicia castigadora para los demás y la que otorga el premio para nosotros.

Nuevamente una consecuencia de la Ilustración

Ninguna parte de la doctrina cristiana es sacudida y tironeada para todos los lados como la doctrina sobre los «novísimos». Si, lamentablemente, no queda otra que renunciar al viaje al otro mundo en razón de que este otro mundo ha desaparecido, ¿qué queda entonces de la confiabilidad de la Sagrada Escritura y del resto de la tradición en este campo? Porque la Sagrada Escritura y la tradición repiten en todos los tonos que hay realmente otra vida después de ésta, y que la otra es eterna, con juicio y con premio o castigo. ¿Cómo, pues, y
cuándo se puede haber llegado a negar esa doctrina, nunca antes cuestionada?

Tiene que ver con la modernidad. Dejando de lado el epicureísmo, toda la antigüedad y más aún la Edad Media tenían por obvio que la vida continuaba de alguna manera después de la muerte. La muerte era, sí, una frontera, pero no una estación terminal. Es cierto que nadie había tenido la experiencia de ello y que el muerto desaparecía también entonces tras las puertas de la muerte, sin volver nunca de nuevo, y los vivientes no vieron nunca huella alguna de una vida en el más allá, igual que nosotros ahora. Sin embargo, estaban persuadidos, sin ninguna duda, de que no todo llegaba a su fin con la muerte, y que detrás de esa frontera comenzaba otro territorio.

Este convencimiento se traducía en obras. Construían cámaras mortuorias que recordaban mansiones, como reemplazando la casa terrena que el muerto había debido abandonar; organizaban solemnidades y rituales para acompañar y asegurar el viaje de los muertos hacia la otra orilla, y dejaban que su comportamiento en este mundo determinara el temido castigo o la esperada recompensa en el otro.

¿Qué sucedió entonces para que esta persuasión comenzara a palidecer en el siglo XVIII en Occidente, y dos siglos más tarde ya la mitad de los europeos hubiera llegado al convencimiento contrario, de que, lamentablemente, no hay nada después de la muerte, sino que con ella todo se acaba? Lo que ha sucedido ha sido sencillamente una mutación cultural. La cultura occidental moderna representa una verdadera mutación en la evolución humana, y esto no sólo en el nivel de la técnica. Es la única cultura que ha roto el cascarón de una visión precientífica y por tanto mitólogica del mundo. Se ha vuelto consciente de la autonomía del cosmos y del ser humano, y ha sacado las consecuencias de ello. Se ha despedido de un mundo exterior al cosmos y de un Dios que viviera en él. Así esta cultura es la única que abandonó toda fe en una sobrevivencia en un mundo distinto. Para ella, no existe ese otro mundo.

¿Hay una vida después de la muerte?
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Esta cultura, ¿es entonces ciega frente a aquello que el pasado veía o creía ver? Más bien al revés: a esta cultura se le ha vuelto claro que el pasado no veía que nuestra conciencia no puede de ninguna manera sobrevivir tras la muerte. Pues nuestra conciencia no es sino el lado interno de procesos químicos inimaginablemente complejos.

Sin bioquímica no hay vida, y sin cerebro no hay conciencia. Pero la muerte es el término irrevocable de todos los procesos bioquímicos. Hablar de una vida eterna con bienaventuranza o tormentos, con premio o castigo, es algo que ya no tiene sentido, desde el momento en que no hay conciencia.

La Edad Media cristiana veía las cosas de manera completamente distinta. Se estaba entonces persuadido de que lo que en nosotros sentía y pensaba era el alma inmortal, y ésta debía seguir pensando y sintiendo una vez salida del cuerpo. Porque en eso consistía la muerte: en que el alma salía del cuerpo que, aunque indispensable, era para ella un lastre. El cristiano de antes no tenía idea de lo deudor que era de las ideas filosóficas de los griegos paganos en sus propias representaciones creyentes. Los pensadores griegos le habían inducido la persuasión de que alma y cuerpo pertenecían a dos mundos distintos y que en la muerte cada uno va por su propio camino: el cuerpo vuelve a la tierra de la que fuera tomado, el alma inmortal va al otro mundo en el que tiene su origen y donde todo es eterno. En la modernidad no se piensa ya de esa manera. El ser humano se ve a sí mismo como un peldaño de la evolución de los mamíferos, más alto que otros, porque está dotado de razón, pero no por ello menos determinado que los demás mamíferos para terminar su vida definitivamente.

Pues sabe que su conciencia es completamente dependiente de su bioquímica altamente desarrollada, y que la muerte significa el derrumbe total y definitivo de esta bioquímica. ¿Cómo puede creer entonces en Jesucristo como en alguien viviente y consciente? ¿Será esto un nuevo caso del credo, quia absurdum, donde sólo se puede echar mano de la fe, porque el pensamiento se queda parado ante un callejón sin salida? No, porque es posible reconciliar ambas cosas y permanecer todavía en la línea de la tradición, a pesar de la desaparición del otro mundo y de la finalización del sustrato bioquímico de la conciencia. Pero este tema debe reformularse. La primera piedra de esta nueva formulación ya ha sido colocada en el capítulo 11, cuando hemos hablado de Jesús como el que vive eternamente.

Tratando de pasar a una nueva forma de ver

Dos advertencias para comenzar. Primero, tenemos que deshacernos de la opinión de que sobrevivir a la muerte es de suma importancia y urgencia para nuestro ego.

Imaginemos que tuviéramos la posibilidad de elegir entre estas opciones: o bien ser felices durante toda una eternidad (pues sobrevivir a la muerte vale la pena sólo si no nos espera un horror eterno) con la condición de que el mundo siguiera siendo un valle de lágrimas, lleno de miseria, dolor y maldad; o bien, por otra parte, desaparecer, aunque con la condición de que el mundo se volviera, en un tiempo prudente, aquella comunidad humana liberada con la que Dios sueña. Quien piense que el deseo de Dios y la felicidad de la humanidad son más importantes que su propia felicidad, estará dispuesto a elegir la segunda opción. Esto muestra que hay cosas más importantes que vivir uno mismo para siempre, y que el “señorío de Dios”, es idéntico con el bien de la humanidad. Nuestro principal motivo debe ser buscar y hacer esta voluntad de Dios, aun sin esperanza de premio o de vida eterna, dispuestos a extinguirnos definitivamente.

Pues ni Abraham, ni Isaac, ni Jacob, ni Moisés, ni ninguno de los profetas o salmistas de Israel tenían idea alguna de una vida después de la muerte. Lo que no les impedía caminar alegres “en la presencia de Dios”.

La esperanza en la inmortalidad no es, pues, condición para creer en Dios gozosamente y vivir de acuerdo con una ética elevada gracias a esta unión con Dios. Israel lo hizo durante casi mil años, mientras todas las culturas a su alrededor cultivaban alguna forma de fe en la inmortalidad. Esto relativiza la importancia de la fe en una vida después de la muerte. Deberíamos estar dispuestos a construir aquí una existencia plena de sentido y significado, aún sin vida eterna, y a dejar de lado todas las expectativas y pretensiones respecto a un tal futuro. Hecho eso, nada nos impide recibir en nosotros esta vida eterna como regalo sorprendente e inmerecido, bajo cualquier forma que nos sea ofrecida.

No se trata de un consuelo

La segunda observación es la siguiente. Creer en una vida después de la muerte, y, creer en ella a la manera cristiana, es decir, como una felicidad eterna, llamada también «cielo», es algo que la crítica moderna explica como una forma de consolarse – una suerte de chupete- con el que los seres humanos quieren adormecer la triste certeza de tener que morir. El pensamiento de que se nos ha concedido apenas un pedacito de vida bastante corto y a menudo decepcionante es algo realmente poco reconfortante.

Pero el origen de la creencia en la resurrección en Israel es otra. Ese pueblo no tenía necesidad alguna de esta forma de consuelo. Lo había demostrado durante mil años. La confesión de fe en que, a pesar de todo y a pesar de la persuasión de los antepasados y de todo lo que nuestros ojos pueden ver, la vida no llega a su fin con la muerte, tiene su origen en otra parte, como ha sido mostrado en el capítulo anterior. La creencia judía en la resurrección se iba construyendo de a poco. La resurrección debía tener lugar en el día en que Dios establecería su reinado en la tierra mediante la venida de su Mesías. El relato del evangelio de Mateo, de que al morir Jesús se abrieron los sepulcros y salió de ellos una multitud de justos, se funda en tal representación. A todas luces, Mateo entendió la hora de la muerte de Jesús como la hora en que comenzaba su señorío mesiánico. Una resurrección anterior a la venida del Mesías no alejaba el peligro de que los justos pudieran ser nuevamente víctimas de los enemigos de Dios. Éstos tenían que ser eliminados primero definitivamente de la tierra, junto con toda su maldad. Nadie se quebraba la cabeza discutiendo si esta segunda vida iba a durar eternamente o sólo un tiempo bastante largo. Lo que Dios hiciera estaba bien en cualquier caso, y nadie tendría que quejarse, en absoluto.

No era necesario volar hasta el cielo. Los campos de caza eternos no estaban en otro mundo, sino en esta tierra, a donde se volvía para resarcirse de lo que uno se había visto privado aquí mismo. Esto es también un signo de que los judíos no habían copiado de los pueblos vecinos su creencia en la resurrección. Por ello, la resurrección estaba a disposición sólo de aquellos que, habiendo sido fieles a Dios, no habían tenido completa aquella ración de gozo terrenal que creían que les correspondía en razón de su fidelidad a la ley de Dios. Y cualquiera podía pensar que también él estaba de alguna manera en esa situación.

Un siglo y medio más tarde, esta fe relativamente nueva en una resurrección de los justos no era todavía una evidencia compartida por todos. Los guardianes de la tradición, que eran los saduceos, seguían rechazándola, como lo muestran Mateo 22, 23 y otros textos. En cambio, esta resurrección era una persuasión compartida por los fariseos y también por Jesús. Por tanto, la fe cristiana en una vida eterna no creció en un suelo abonado por el miedo de desaparecer completa y definitivamente. Este miedo explica más bien el éxito de una fe en la reencarnación importada desde el Oriente, y desnaturalizada al mismo tiempo, por una sociedad occidental que se tiene a sí misma por ilustrada. Es ésta una fe desnaturalizada, porque la reencarnación, en el hinduismo y en el budismo, es el largo camino inevitable que conduce a la extinción paulatina del ego, mientras que en Occidente debe servir al efecto contrario, pues se espera de ella que el ego insatisfecho y amenazado por la muerte reciba nuevas oportunidades.


Una amalgama de representaciones tradicionales

La empresa de formular el mensaje tradicional en un nuevo lenguaje supone que se capta lo que significaba fundamentalmente el lenguaje mitológico, para lo cual es necesario distinguir entre los diferentes componentes de este complicado nudo de imágenes. Este nudo no sólo es complejo y desorientador, sino que tiene contradicciones internas. Lo que aparece como mensaje cristiano es una amalgama de pensamientos heredados de la antigüedad judía y griega, mezclada con representaciones mitológicas y filosóficas.

El punto de partida fue la experiencia de que Jesús, a pesar de su muerte, se mostraba como viviente y eficaz. Pero, al haber desaparecido de este mundo, la iglesia del comienzo debía trasladar al otro mundo su nueva existencia, esto es, al cielo, junto a Dios. Lo mismo sucedía con todos los que formaban un solo cuerpo con él mediante su fe activa. En este punto al menos se despedían de la imagen de la resurrección de la antigüedad judía. Pues ésta consistía en una existencia gozosa de los resucitados en esta tierra. Lentamente se fue mezclando la herencia griega de la iglesia primitiva con esta antigua fe judía, esto es, la idea de la inmortalidad del alma. Esta idea había entrado en el último siglo antes del nacimiento de Cristo, en el libro de la Sabiduría, y comenzó a crecer con tanto más vigor, cuanto mayor era el número de paganos helenistas que entraban en la iglesia, lo cual iba borrando lo que quedaba en ella de la influencia judía.

Sin embargo, el día de la resurrección siguió oculto detrás del horizonte del tiempo, igual que en el judaísmo. Según la fe judía, había de realizarse al llegar el Mesías. En la expectativa cristiana del futuro, el Mesías ya había llegado. Entonces la resurrección se realizaría cuando este Mesías Jesucristo apareciera en gloria, aunque, según la palabra de Jesús en Marcos 13, 22, ni siquiera los ángeles en el cielo sabían cuándo esto habría de tener lugar. Mientras tanto, quien moría en la fe participaba ya en la gloria celestial de Cristo. La certidumbre de que Dios, como juez recto, iba a recompensar a los buenos y castigar a los malos, era igualmente un elemento puramente judío. Para ello iba a llamar a toda la humanidad frente a su trono de juez en el tiempo final. Esta idea había tenido consecuencias ya en el Antiguo Testamento para la manera de entender la resurrección.

Algunos opinaban que la resurrección no iba a ser un asunto exclusivo de los justos, como reparación por los daños sufridos en su vida, sino que iba a valer también para los malos. Para éstos, el juicio sería de condenación.

Un último elemento en este compuesto mitológico venía dado por los textos de la Escritura sobre el tiempo del fin, que debería acontecer mediante la llegada del Mesías como Juez de los últimos tiempos. Este fin no significaba originalmente el fin del mundo, sino el fin de todas las plagas y de todo lo malo que habrían de haber sufrido hasta ese momento los justos. Ese día debería separarse por fin el grano de la paja, los carneros de las ovejas, la maleza del trigo.

Todo lo que fuera desorden o abuso sería pasto del fuego. Y de un fuego eterno, la Gehenna, el infierno. Y Dios sería eternamente todo en todo.

Estos elementos heterogéneos y en parte contradictorios fueron revueltos profusamente y sin crítica y hasta enriquecidos más tarde con algunos componentes medievales, como el bien conocido purgatorio, y el no tan conocido limbo. Este último era una imitación del sheol judío y del hades helenístico. En el Nuevo Testamento se hablaba ya de ese lugar submundano en el que las almas de los santos del Antiguo Testamento esperaban su liberación. La Edad Media inventó un lugar semejante para los niños no bautizados. Y esta alquimia teológica confusa desembocó en las representaciones ya mencionadas de la tradición: el alma inmortal va a ser juzgada en el otro mundo al salir de su cuerpo, y entonces, o bien será premiada con un bienestar paradisíaco, o bien será castigada provisionalmente con las llamas del purgatorio, o con las del infierno eterno. Después, al fin del mundo, cada cual va a resucitar. Pero esta resurrección no es ya, como en el judaísmo, el despertar de un largo sueño, sino la reunión del alma con su antiguo cuerpo restaurado. Este cuerpo va a participar luego en la recompensa o castigo del alma, y esto por una eternidad. Apostaría que Jesús se habría extrañado no poco de esta construcción teológica que se pretende que viniera de él.

Mitos antiguos interpretados de nuevo

La llave maestra que funciona en todas estas diferentes cerraduras es la certidumbre de fe de que Dios es fiel para con el ser humano. Esta certidumbre no significa prueba, en el sentido matemático. Es más bien un asunto de confianza. Y esta confianza supone que se tiene alguna idea de un misterio detrás de todas las cosas y en todas ellas. Y que uno se atreve a confiar en la experiencia de Dios que tuvieron el pueblo de Israel y Jesús de Nazaret.

Por otra parte, se puede uno apoyar en las reflexiones de filósofos como Lévinas o Whitehead. En su formulación moderna, esta certidumbre llena de confianza enseña que el amor de Dios, que es otro nombre de la esencia de Dios, no pasa inadvertido junto a nosotros, sino que toma en nosotros forma y figura específica. Nuestro amor es al mismo tiempo impronta de su ser en la profundidad del nuestro. Y esta impronta participa en su eternidad. Nada de lo que nos acontece y es por lo mismo temporal y condicional, es capaz de separarnos de Él, esto es, de amortiguar o ahogar el crecimiento del amor en nosotros. Ni siquiera la muerte. Ni siquiera ésta cambia nada en la realidad de nuestra pequeña o grande unidad con el misterio divino. Desde este punto de vista central podemos mirar los elementos de la doctrina medieval (que se mantienen hasta hoy en el Catecismo de la Iglesia Católica), para ensayar una nueva interpretación de los mismos.

Creer en la vida eterna es lo mismo que creer en Dios, con otra formulación. Creer en Dios es lo mismo que hacerse uno con el misterio original, porque creer es una actitud de alabanza y amor, un proceso dinámico de entrega, pérdida de sí mismo y unificación. Quien confiesa, junto con la tradición judeo cristiana, que la mejor manera de apuntar a la esencia del misterio original es el concepto de amor, debería confesar también que mientras más crece el amor,
mayor es la unión con Dios, y mayor la participación en su eternidad, a pesar de la muerte biológica. Aquí se acaba nuestra capacidad para describir más exactamente lo que sucede. Todo lo que digamos sobre ese misterio original es deformación. Sólo hay una expresión que no deforma nada, y ella es que debemos y podemos entregarnos al misterio original, pase lo que pase con nosotros, aunque sea muy cruel. Pues confiarnos en el amor y dejar que nuestro ser biológico sea determinado y confiscado por él, es algo bueno, lo único bueno.

Bueno, pero ¿se ha respondido con ello a la crítica de la modernidad de que el fin de la bioquímica es el fin de la conciencia, y que por eso no tiene sentido hablar de gozo eterno o de tormento eterno después de la muerte, y ni siquiera de vida, porque también la vida es un concepto bioquímico? La modernidad tiene razón, por cierto, cuando afirma que la conciencia determinada bioquímicamente termina con la muerte bioquímica. Sin embargo no se sigue de ello que no tenga sentido de hablar de paz, luz, consuelo, bienaventuranza más allá de esa frontera. Al usar estas palabras para denotar la unión con la realidad divina, lo hacemos porque estas palabras no sólo tienen la realidad psicológica que parecen tener, sino que traducen en un lenguaje psicológico el sentido absoluto y absolutamente deseable de la unión con Dios.

Una comparación con la forma de hablar a los ciegos sobre la luz o sobre los colores puede orientarnos. Se les puede enseñar a los ciegos que lo que la sociedad de los videntes llama luz y color es un efecto de vibraciones y longitud de onda. Vibraciones es un concepto comprensible para los ciegos. Lo mismo que onda y longitud de onda. En este sentido, el ciego puede hablar adecuadamente sobre rojo y verde. El habla de algo que, por una parte, le es completamente extraño, porque no tiene la menor percepción sensible de rojo y verde, pero por otra parte de algo que le es de alguna manera conocido. Pues conoce la diferente longitud de onda de los dos colores. Rojo significa para él algo distinto que verde; no es sólo una palabra distinta, con un sonido distinto, o un grupo de signos diferentes en la escritura de Braille, sino una realidad distinta, la de una diferente longitud de onda. De manera semejante, podemos hablar también nosotros de gozo eterno, sin tener ni el más mínimo conocimiento experiencial del contenido real de este concepto, y sin embargo, estamos diciendo algo que no carece de sentido. Pues estamos traduciendo de esta manera que es bueno y deseable unirse mediante el amor con el milagro original. Y esto significa que el amor es la ley de nuestro ser y por tanto debe determinar completamente nuestro comportamiento.

Esto pone en claro lo contradictorio que es desvincular el gozo eterno del encuentro con Dios y desvincularlo por tanto de la transformación de nuestro ser en amor. No tiene sentido hacer del “cielo” una felicidad aislada, en el sentido de unas vacaciones eternas en el Caribe. Si hacerse uno con el amor que es Dios no es exactamente lo mismo que lo que llamamos cielo o gozo eterno, entonces simplemente no hay cielo alguno. Cuanto más proyectamos nuestros sueños infantiles o pueriles hacia lo que viene después de la muerte, tanto más desconocemos y negamos el verdadero gozo eterno. En todas nuestras expresiones referidas a la vida eterna, no debemos perder de vista que estamos tratando de apuntar torpemente al bien –completamente incognoscible, pero indispensable e ilimitado- del llegar a ser uno con Dios, y por tanto, a la plenitud a la que pueda llegar en nosotros el amor.

Así reconciliamos modernidad con tradición. El precio que debemos pagar para ello es despedirnos de la mitología anterior, que era consoladora pero engañosa. Lo que se gana es una orientación hacia lo esencial, que a menudo desaparece en aquella mitología.

Pero entonces, la vida eterna comienza ya aquí. A veces el bien-estar y la riqueza de esa vida eterna se ilumina en nuestra psiquis bajo la forma de paz interna, sentido, liberación, alegría, y todo ello sin otra fuente que el desprendimiento. Pero aquello en lo que consiste realmente el bien-estar y aquella riqueza no se difracta en el prisma de nuestra psiquis, sino que queda allí como envuelto en un velo, inalcanzable. Sólo sabemos que es riqueza.

Dios en todo y en todos

Lo que acabamos de decir partió del hecho de que nuestro ser no es un alma espiritual que habita en un cuerpo, sino una chispa de la forma como Dios se expresa a sí mismo. Por cierto que es más práctico mirar al ser humano como un alma en un cuerpo. Se lo puede representar mejor. Porque una chispa de la forma como Dios se expresa a sí mismo... ¿qué puede significar? Puede enseñarnos algo que permanece velado en nuestra forma habitual de mirar las cosas, o sea, que Dios pertenece a la definición de nuestro ser y que debemos mirarnos desde Dios. Sólo existimos según la medida de su presencia en nuestra profundidad, y por tanto, según la medida de nuestro amor. Pero somos esta expresión de Dios no como yo -ego-, sino sólo como humanidad. Nos experimentamos como individuos, como uno entre muchos, pero en nuestra profundidad formamos una unidad que todo lo abarca. Pues cada nuevo individuo se origina en otros individuos. La célula del espermatozoide y la del óvulo, cuyo sorprendente desarrollo es cada ser humano, no son sino partecitas de un organismo humano. Los más de seis mil millones de individuos de la actual humanidad son sólo la multiplicación autónoma inimaginable de unas pocas células que se originaron en el curso de una evolución de miles de millones de años a partir de la voluntad de vida de las primeras células vivientes. En el fondo, todos juntos somos todavía aún ahora esas primeras células que se han multiplicado y desarrollado constantemente en forma cada vez más rica. Así como un árbol produce constantemente nuevas hojas para alcanzar su forma completa, así el cosmos lleno de Dios produce siempre más seres humanos, para ser cada vez más divino, cada vez más amor. Las estrecheces vinculadas con lo material explican cómo este progreso en amor se logra mejor en un ser humano que en otros. Pero cada cual cosecha de lo que ha sembrado. Y cuando alguien muere, no cae fuera de la totalidad. Sencillamente no es posible.

Pertenecemos para siempre y eternamente al todo, y cada uno de nosotros participa de una manera propia suya en la riqueza del todo. Nuestra propia contribución al el crecimiento del cosmos, hacia su figura divina, que es amor en plenitud, se queda para siempre en esa totalidad.

Respuesta a una pregunta delicada

Como humanidad que somos, formamos, pues, la expresión propia del misterio original divino que se va haciendo cada vez más pleno. Allí es donde encontramos también nuestra plenitud. Esta forma de representarse las cosas puede ser liberadora para quienes andan preocupados con una pregunta que brota del esquema de pensamiento tradicional y que no encuentra allí ninguna respuesta satisfactoria: ¿qué acceso a Dios tienen al morir los millones de discapacitados intelectuales o los miles de millones que mueren sin llegar nunca a la conciencia, abortados o nacidos muertos o fallecidos sin bautismo?

Según la representación clásica, vale también para ellos el juicio con premio y castigo. ¿Pero, por qué? En la chocante opinión de Agustín de Hipona que ha marcado por siglos el pensamiento de la iglesia occidental, lamentablemente, merecían ser castigados, y con la condenación eterna, por el pecado de Adán. Pues no habían sido bautizados, y no hay salvación sin bautismo -por lo menos según Agustín-. Felizmente la iglesia terminó con esta enseñanza de su maestro. Pero ni siquiera la «hipótesis de una última opción», definitiva, en favor de Dios o contra él, en el tránsito entre la vida y la muerte – hipótesis que presentaron algunos téologos hace pocas décadas– da una respuesta satisfactoria, ni de lejos. Primero, porque no es más que una hipótesis, sin el menor apoyo en la experiencia humana, y es además una salida de emergencia para un problema que nació de una manera heterónoma de pensar. Por lo demás, el ser humano toma su opción fundamental – y esto sí que lo enseña la experiencia – sólo como coronación consciente o inconsciente de decisiones anteriores que se refuerzan mutuamente. Pero esa «hipótesis» se vuelve superflua si cada ser humano es una hoja en el juntos configuramos un solo ser humano, y como un único ser humano crecemos hacia el misterio que es Dios y que es bueno. En el lenguaje de la primera ingenuidad se puede decir que el bebé después de su muerte es un angelito en el cielo de Dios y que lo vamos a encontrar nuevamente allí, tal como nos fue arrebatado aquí por la muerte. Esto significa en último término que lo vamos a encontrar como objeto de nuestro tierno instinto posesivo, no como persona que puede dirigirse a Dios y a nosotros de tú a tú. Tal es la gran debilidad de esta manera de representarse las cosas. Puede ser consoladora. Puede que tampoco sea completamente falsa en el sistema del lenguaje heterónomo. Pues repite, en un sistema lingüístico superado, la fe en un Dios que sólo tiene pensamientos de salvación para la humanidad como un todo, inclusive para los incapacitados mentales, los bebés y los fetos. ¿Cómo podría ser de otra manera si el ser humano es el ensayo más adelantado de configurar su propia bondad?

Despedida del infierno y del purgatorio

Así se disuelve, por cierto, aquel polo opuesto al cielo al que llaman infierno. Su estatuto se había vuelto difícil desde hace tiempo en la conciencia de fe moderna. En medio siglo ha sido marginado.

¿Hay todavía algún cura que se atreva a usar esta amenaza para mantener a los fieles en el camino de Dios y de las virtudes, como lo hacían antes los predicadores de misiones, (y no sin éxito)? Este artículo de la fe les ha llegado a ser tan incómodo a los párrocos, que ya no se les asoma a los labios. Por otra parte, no ha encontrado ningún lugar en la confesión de fe. Sólo quien mira la Biblia como un libro de oráculos y lee sus textos sobre el fuego eterno como una descripción de la realidad, y mira el catecismo (también todavía el catecismo romano oficial de 1994) como la formulación definitiva de la verdad, se desconcierta totalmente si tiene que despedirse del infierno. Porque, al desmontar un ladrillo tan pesado de la cúpula eclesiástica, piensa que la bóveda entera se va a desplomar.

Lo que vale del infierno, también es válido a su manera del purgatorio, que no tiene cartas de presentación tan imponentes como las del infierno. Se lo puede buscar en vano en la Sagrada Escritura. Los dos o tres textos a los que se acude para ello están sacados tirándolos por los cabellos, a la fuerza, porque si no, no se dispondría de ninguno. Los autores de esos textos se frotarían los ojos de extrañeza si oyeran lo que se ha querido hacer derivar de sus palabras. El purgatorio es más bien el fruto de una cristalización muy lenta. Ha sido la dificultad de tratar el problema de aquellas culpas humanas que no llegan a ser tan graves como para ser castigadas con la condenación eterna. Tal castigo sería una burla de la justicia que caracteriza los juicios de Dios. Entre condonación de pena, y castigo con fuego eterno, tendría que haber, pues, un camino intermedio, por ejemplo, condena a un cierto tiempo de penitencia reparadora. Los juicios humanos mismos conocen penas distintas de la pena capital.

Esta solución correspondía aparentemente a lo que necesitaba el tiempo anterior a la modernidad. El purgatorio no bíblico comenzó ya en la Edad Media una verdadera campaña victoriosa, abarcando tanto a la iglesia de las masas como la teología escolástica. Y ha hecho un enorme daño. Hay que anotar en su cuenta el éxito tan dudoso de la enseñanza sobre las indulgencias, la degradación de la eucaristía a ser un medio para liberar a los difuntos de aquella cámara de suplicios, mediante un pago; el dolor autoinfligido como medio para escapar de castigo en ese lugar tan horrible, o la suplantación de la fiesta de Todos los Santos por la de Todos los Difuntos.

En una manera teónoma de pensar, no es sólo el infierno el que debe desaparecer, sino también el purgatorio con sus espúreas derivaciones. Pues cuando en esta manera de pensar se habla de Dios, la palabra castigo carece absolutamente de sentido. En el capítulo 18 diremos por qué. El castigo es una obra humana, nacida a la vez de la necesidad de guiar las cosas en este mundo de alguna manera por los carriles correctos, y de la imposibilidad de lograrlo de otra manera que por medio de sanciones. En realidad, el castigo es un procedimiento primitivo que recuerda al amaestramiento de animales. Pero sigue siendo indispensable, dado el escalón todavía tan primitivo de la evolución de la humanidad, a la cual le parece más importante la dominación del mundo material que el crecimiento en sabiduría y amor, o que piensa que el cuidado del propio yo y del grupo al que se pertenece es más importante que el bien de la totalidad. Pero justamente porque el castigo es algo tan primitivo, es también completamente inapropiado para describir la relación de Dios con el ser humano. En la primera carta de Juan se lee que el amor expulsa el temor al castigo. La despedida del infierno no nos ahorra la tarea de buscar lo que este lenguaje mitológico quería trasmitir como buena noticia sobre Dios. Algo que tenía raíces tan profundas en la tradición no puede ser arrancado sin mutilar la tradición misma.

El Dios castigador: ¿mensaje de amenaza o de buena nueva?

La traducción de las expresiones heterónomas sobre el infierno en términos de teonomía debe comenzar con una nueva interpretación de lo que significa en esencia un comportamiento malo o digno de castigo. No se trata de trasgresión de leyes -de lo contrario caemos en categorías premodernas– sino de resistencia contra lo que pretende Dios, es decir, el crecimiento del amor. Pues éste es la expresión propia de su esencia en el cosmos y en el ser humano. Cuando el ser humano se niega a dejarse mover y orientar por el amor, se opone a este impulso de Dios en búsqueda de una revelación cada vez más rica de sí mismo. Oponiéndose a ello, el ser humano se daña a sí mismo en su ser más profundo. Este daño es lo esencial de lo que se llama castigo, igual como la riqueza en la que participamos mediante el crecimiento en el amor es la esencia misma de nuestra recompensa. Ninguna de las dos nos viene de afuera, como respuesta posterior a nuestro «no» o a nuestro «sí» frente al Dios que nos invita. El concepto de castigo tomado del ámbito social es el revestimiento heterónomo del mensaje según el cual no deberíamos ofrecer ninguna resistencia, bajo ninguna condición, al crecimiento del amor en nosotros. Pues esta resistencia, que es el otro nombre del mal, es para nosotros la única y verdadera gran catástrofe, de la cual deberíamos cuidarnos a cualquier precio. Hablar de castigo es, por lo tanto, utilizar sólo un lenguaje simbólico para señalar la destrucción o el daño de nuestro ser por la negativa a escuchar hacia dónde impulsa el amor. Pero, ¿es nuestra negativa siempre una negativa? ¿No es a menudo más bien imposibilidad, limitación, falta de visión, imperfección? En todo caso es cierto que mientras más se trata de una verdadera negativa, tanto más temible es el daño que nos inferimos a nosotros mismos.

El infierno es el concepto límite para señalar este daño y quiere decir que la negativa absoluta significa daño absoluto, y por ello, catástrofe eterna. Lo contrario vale de la recompensa eterna, del cielo. También este concepto es una expresión desleída de otra cosa, esto es, del amor, la quintaesencia de lo bueno, lo único provechoso y digno de ser codiciado. Pero se vuelve pura mitología cuando tomamos los vocablos «cielo» o «paraíso» como lenguaje descriptivo, y sin crítica los trasponemos a aquello que nos va a sobrevenir si nos dejamos agarrar por el amor. Por esto no hay lugar en el pensamiento teónomo ni para infierno como castigo, ni para cielo como recompensa.

Dos observaciones para terminar este párrafo. Primero, todavía sobre el infierno. Si cielo significa hacerse uno con Dios y por tanto estar acaparados por el amor, el infierno sería la situación de un individuo humano carente de la menor chispa de amor. Pero esto es impensable, pues todos nosotros pertenecemos al gran cuerpo de la humanidad, y éste es ya una revelación altamente desarrollada del amor. También por este motivo es mejor que olvidemos el infierno.

Segundo, sobre lo que sucede con el individuo al morir. Es posible que haya algo en este sentido, aunque la imagen sea muy cuestionable. Se puede pensar en gotas de lluvia que caen en el mar de donde salieron debido a la evaporación. Nada de su esencia se ha perdido, sólo su individualidad. Esta comparación vale lo que vale, tal vez muy poco. En todo caso, el yo y su inmortalidad individual es mucho menos importante en un pensamiento teónomo que en el heterónomo, pero Dios es infinitamente más importante. ¿Es esto una pérdida?

Retrospectiva

Lo que la tradición cristiana enseña en imágenes acuñadas por la mitología acerca de lo que le sucede al ser humano al morir debe mantenerse y al mismo tiempo transformarse totalmente. Lo que debe mantenerse es la intuición fundamental de la comunidad cristiana de que todo está hecho para algo mejor, precisamente porque Dios significa vida eterna, y ésta encierra en sí todo lo que se puede desear. La doctrina cristiana debe esta intuición a su vinculación profunda con Dios, que le ha sido trasmitida por el encuentro con Jesús Mesías. Lo que debe transformase es la formulación de esta intuición, porque ella se mueve en el interior de un encuadre heterónomo y por tanto mítico. El creyente de la modernidad debe abandonar necesariamente este encuadre mítico y debe tratar de formular la misma intuición en un lenguaje nuevo, pero no menos cristiano. Es el intento que hemos hecho arriba. Puede ser que más de alguno encuentre que esta traducción es menos consoladora que el original. Concedido, pues ella no da tanto lugar a la fantasía y al sentimiento. También los niños comen con más gusto chocolatinas que el nutritivo pan integral.

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