Domingo en que celebramos la Santísima Trinidad
Compartimos un material de Andrés Torres Queiruga (católico romano): UN DIOS PARA HOY, con el propósito de aportar a la reflexión de ese otro Dios posible para la humanidad de hoy. Tomado de la biblioteca de Koinonía.
0. Introducción: cambio de paradigma
“Un Dios para hoy”. El título suena
irremediablemente pretencioso. Pero, en realidad, sólo intenta apuntar a la
necesidad de repensar continuamente nuestras imágenes de Dios, y de
hacerlo, por tanto, también para nosotros hoy. En la conciencia de que todo
intento acabará naufragando irremisiblemente en su afán de remitirnos a
Misterio tan grande. Y, sin embargo, con la secreta esperanza de hacerlo, al
menos en algún aspecto, de modo un poco menos malo.
En todo caso, es claro que a cada tiempo
le toca apostar en su intento de dar una respuesta mínimamente significativa a
sus precisas preguntas: sólo así podrá suscitar actitudes y promover praxis que
le ayuden en las precisas urgencias de su momento. Contribuir a eso, en una
visión sintética, que ayude al lector a encuadrar los propios interrogantes y
acaso a suscitar las propias complementaciones, es la principal intención de
estas páginas*.
El futuro presiona irresistible a las
puertas de la actualidad, pero su perfil concreto nadie puede todavía ni
comprenderlo ni, menos, dibujarlo. La humanidad camina, en efecto, hacia nuevas
configuraciones culturales, sociales, económicas, políticas y religiosas de una
novedad tan radical, que rompe todos los esquemas del presente. Lo hace,
además, en el seno de una transformación no lineal y pacífica, sino en el
torbellino de una situación trágicamente conflictiva, azotada hasta la
sangre y la muerte de millones por los que Adam Schaff ha llamado los nuevos
Jinetes del Apocalipsis: el paro estructural, el deterioro ecológico, la
amenaza de la “bomba demográfica” y el conflicto latente entre Norte y Sur[1].
Un
panorama duro, en el que es preciso colocar todavía problemas enormes
como el conflicto de los nacionalismos (dilacerados entre justas aspiraciones y
desvíos totalitarios), el militarismo persistente (dilapidando en armas el pan
que no llega a las bocas hambrientas), las contradicciones del estado de
bienestar (fracturado entre conquistas irrenunciables y un déficit
insostenible), los obstáculos al nuevo protagonismo de la mujer (con una
conciencia irreversible, enfrentada a resistencias que parecen insuperables)...
Para bien y para mal, de nada de eso están
excluidas las religiones, ellas mismas en crisis interna y, demasiadas veces,
en horribles confrontaciones externas. Lo cual significa que tampoco ellas
pueden quedar inmutadas: tienen que someterse a una auténtica “conversión”,
revisando sus actitudes y repensando su herencia.
Al hacerlo, no se
trata de renunciar a la fe o de cuestionar la verdad profunda de la experiencia
cristiana, sino de actualizarla y refundirla en una teología nueva y en
unas instituciones actualizadas. Renovación en la continuidad, pues;
pero también continuidad que sólo se preserva de verdad en la renovación
permanente. De ese modo, tiene que convertirse, por un
lado, en una teología de urgencia, pues los problemas son sangrantes; y,
por otro, en una teología de búsqueda, dispuesta a una conversión
continua, puesto que las soluciones no están hechas ni son fáciles, y ni
siquiera podrán ser casi nunca unívocas.
Se comprende, pues, estas reflexiones
tienen que renunciar de antemano a todo asomo de descripción acabada, de
diagnóstico definitivo o de respuesta inmutable. Situándose de manera expresa y
consciente entre lo nuevo de este mundo y lo heredado de su tradición,
tratarán tan sólo de clarificar algunos aspectos fundamentales. Lo harán con
dos acentos distintos, pero unidos e inseparables. Un acento teórico, en
primer lugar, que llevará el peso mayor del discurso, pues el mejor servicio de
la teología radica siempre en su servicio a
la verdad, tratando de responder, en
sintonía de tiempo y de cultura, a las preguntas actuales. Un acento práctico,
en segundo lugar, que será siempre más breve y casi a modo de aplicación
insinuativa, pues buscar concreciones efectivas corresponde ante todo a la
creatividad de la comunidad cristiana, en los frentes concretos donde, codo a
codo con todos los hombres y mujeres “de buena voluntad”, se libran las grandes
batallas en favor de lo humano.
Conjunción necesaria —la de lo teórico y
lo práctico—, porque si algo nos han enseñado las últimas décadas, es que no
existe otra fe verdaderamente cristiana –ni por consiguiente otra teología ni
otras iglesias— que aquella que “obra desde el amor” (Gál 5,6). (Al mismo
tiempo, permítaseme expresar en este punto mi convicción
de que no existirán ni una teología ni una iglesia a la altura de los tiempos,
mientras no se impliquen en ella tanto los sacerdotes como los laicos, tanto
los hombres como las mujeres creyentes).
Eso aclara el proceso de la exposición,
que constará de los siguientes puntos: 1) la nueva imagen de Dios que se nos
descubre desde la situación actual; 2) la nueva relación de cristianismo con
las demás religiones y con el mundo; 3) desde ahí, indicar algo acerca de
algunas tareas concretas.
Soy también muy consciente de que esta es
una reflexión situada y que por lo tanto la selección va a estar
influida no sólo por mi situación en un punto muy determinado de la iglesia y
del mundo, sino incluso por mis propias preocupaciones teológicas. Sólo me cabe
esperar que no sea excesivamente subjetiva, puesto que, en definitiva, esas
preocupaciones nacen de la confrontación con una situación que de algún modo
nos es común a todos[2].
1. La nueva imagen de Dios
Dime cómo es tu Dios, y te diré como es
tu visión del mundo. Dime cómo es tu visión del mundo, y te diré como es tu
Dios. Dos proposiciones obvias y estrictamente correlativas, que, sin embargo,
nos sitúan ante una tarea sólo en muy pequeña parte realizada. La razón está en
que nuestra visión actual de Dios está marcada desde su raíz por las
experiencias y los conceptos de un mundo que ha dejado de ser el nuestro,
puesto que nos separa de él uno de los cortes más profundos en la historia de
la humanidad: la emergencia del paradigma moderno[3]. Permitidme, por eso, detenerme con cierta calma en este problema
que lo condiciona todo.
1.1 De repetir la tradición a la responsabilidad intelectual
1) Esa distancia entre nuestra actualidad
y nuestro pasado es el precio que debemos pagar por algo que constituye una de
las mayores riquezas del cristianismo: su antigüedad. Ella supone un enorme
tesoro de experiencias y de saberes, tanto teóricos como prácticos. Pero
significa también que nuestra comprensión de la fe nos llega en un molde cultural
que pertenece a un pasado que en gran parte se ha hecho caduco. Para darse
cuenta de la magnitud del problema, basta con pensar en que la inmensa mayoría
de los conceptos intelectuales, representaciones imaginativas, directrices
morales y prácticas rituales del cristianismo se forjaron en los primeros
siglos de nuestra era, y en que a lo sumo fueron parcialmente refundidos en la
Edad Media.
En realidad, a nuestro tiempo se le está
exigiendo nada menos que una remodelación total de los medios culturales
en los que comprendemos, traducimos, encarnamos y tratamos de realizar la
experiencia cristiana. No cabe duda de que algo se ha hecho en esta dirección.
Pero, cuando observamos la historia del cristianismo desde el Renacimiento y la
Ilustración, hemos de confesar que ha sido muy poco. En las encrucijadas
decisivas se han ido imponiendo, de manera casi fatal, los movimientos de
restauración: persecución o marginación de los humanistas, restauración barroca
de la escolástica, condenación del Modernismo, re-imposición de la
Neoescolástica, silenciamiento de la Nouvelle Théologie... Se nos pedía
una revolución hacia el futuro, y se ha optado casi siempre por una vuelta al
pasado.
Este es, sin duda, el desafío fundamental
que a nivel teórico se le plantea hoy a la intelectualidad cristiana, y de
manera especial a la católica. El Vaticano II ha supuesto una ruptura, pero más
que nada en el sentido de abrir una puerta y señalar una meta lejana. El camino
está en muy grande parte por hacer, y los últimos tiempos no se han distinguido
precisamente por el avance. Como es natural, aquí no se trata de afrontar esa
tarea global. Pero sí resulta indispensable señalar un punto decisivo que, de
alguna manera, condiciona toda nuestra reflexión: el cambio radical que el
paradigma moderno impone en la manera de comprender las relaciones de Dios con
el mundo.
2) El advenimiento de la ciencia y la
emancipación de la razón filosófica han hecho patente para la conciencia, y
consolidado de manera ya irreversible para la vida, el hecho de la autonomía
de las realidades creadas. La naturaleza, la sociedad, la psicología, la
misma moral obedecen a leyes propias y específicas, que funcionan por sí
mismas, con racionalidad propia, en el entramado de la legalidad intramundana.
En esta legalidad ha de buscarse la explicación de cualquier fenómeno que se
produzca, y no cabe esperar en ese nivel ninguna aclaración por influjo
de fuerzas extramundanas o sobre-naturales. Tampoco por influjo de Dios.
Los Salmos todavía podían afirmar que
Yavé “llovía” o “tronaba”, que Él causaba la guerra o mandaba la peste. Y
todavía el Nuevo Testamento —y, dentro de él, el mismo Jesús— podía suponer que
determinada enfermedad era producida por el demonio. Hoy ya no es posible:
aunque lo quisiéramos, no podemos ignorar que la lluvia y el trueno tienen
causas atmosféricas bien definidas; que la enfermedad obedece a virus,
bacterias o disfunciones orgánicas; y que las guerras nacen del egoísmo de los
humanos. Mientras hablemos de fenómenos acaecidos en el mundo, se ha
impuesto la evidencia de que la “hipótesis Dios” (Laplace) es superflua como
explicación; más todavía, que es ilegítima y obstinarse en ella acaba
fatalmente dañando la credibilidad de la fe[4].
Se trata, como queda insinuado, de un
cambio radical de paradigma, y sería ingenuo no percibir que esto tiene
consecuencias muy serias para la religión. Podrán ser negativas o positivas;
pero antes de evaluarlas conviene dejar sentado que se trata de un hecho
que está configurando de manera decisiva nuestra cultura y cuya legitimidad
es indiscutible mientras se mantenga dentro de su ámbito específico. Sólo
teniéndolo en cuenta y repensado desde él nuestra concepción de Dios y
de sus relaciones con el mundo, cabe hoy una fe coherente y responsable.
Esto conviene sostenerlo con energía
absoluta, pues hacer estas afirmaciones no significa “entregarse atado de pies
y manos al espíritu de la modernidad”. El hecho de reconocer que existen, sin
lugar a dudas, muchos elementos discutibles y aun claramente errados en el proceso
moderno (si en algo tiene razón indiscutida la post-modernidad, es en este
punto), no puede tomarse como excusa para no reconocer asimismo aquellos
aspectos que representan un avance claro e irrenunciable. Tan irrenunciable
que, quiérase o no, de él depende ya nuestra vida en el mundo: podrá haber
abusos y los hay, pero hoy sin la ciencia y la técnica la humanidad no
podría sobrevivir.
Y lo cierto es que, en el fondo, todos
somos conscientes del cambio (los mismos que dicen lo contrario, es muy probable
que lo hagan con un ordenador y que, en todo caso, usen el teléfono y la
moderna difusión escrita). Lo que sucede es que, dada la íntima solidaridad de
los fenómenos culturales, un cambio de tal magnitud tiene unas consecuencias de
larguísimo alcance, que no se ven desde el primer momento y que, cuando se ven,
tienden a suscitar fuertes reacciones encontradas. Un paradigma no se cambia de
la noche para la mañana. En concreto, respecto de la fe, justo por lo hondo y
complejo de su enraizamiento en la cultura y en la sociedad, resulta muy
difícil asimilar la transformación y rehacer una nueva coherencia.
Era inevitable que se produjesen
resistencias frontales: tal es el caso de los fundamentalismos. No cabe
negar su fuerza, y habrá que contar todavía con duras reviviscencias. Pero,
dentro del cristianismo y atendiendo a sus formas más duras e integristas, cabe afirmar que en la conciencia general han
perdido la batalla decisiva. El problema más sutil y por eso mismo la tarea más
difícil aparece más bien por el costado de las posturas de compromiso,
que o bien aceptan los principios pero no sacan las consecuencias o bien
admiten unos elementos pero se resisten a aceptar otros que, sin embargo, son
solidarios. Así no se piensa que Dios “llueva”, pero en algunos puntos u
ocasiones se hacen rogativas para pedir la lluvia; no se cree que Dios mande la
guerra, pero se celebran misas de campaña[5]; se reconocen los géneros literarios en la Biblia, pero se sigue
tomando a la letra el sacrificio de Isaac[6]. La intención puede ser buena, pero los daños acaban siendo muy
graves. Hasta el punto de que cabe hablar de un peligro sutil: el de una
“impiedad de los piadosos”; en el sentido de que, en la superficie, una
prudencia mal entendida puede parecer más “pía y religiosa”, pero, en realidad,
está impidiendo a muchos el acceso a la fe. La historia de la crítica bíblica
muestra dolorosamente —no sólo con Galileo y Darwin— que el peligro es muy
real y las consecuencias nefastas.
Por eso no es exagerado afirmar que aquí
reside uno de los desafíos más serios para la teología actual. Y no, claro
está, por simple escrúpulo de precisión teórica, sino ante todo por la
importancia de las consecuencias prácticas. En mi parecer, del modo en que los
cristianos y las cristianas concibamos y proclamemos la relación de Dios con el
mundo van a depender en muy honda medida tanto la actitud que tomemos nosotros
ante los grandes problemas de la humanidad como el sentido que los demás
atribuyan a nuestro esfuerzo y a nuestra colaboración.
Trataré de mostrarlo en dos dimensiones
fundamentales: la que atañe al problema del mal y la que remite a la
realización integral de la realidad creada.
1.2 De la omnipotencia arbitraria a la compasión solidaria
1) El problema del mal afecta desde
siempre la humanidad. Por veces la teología ha podido olvidarlo o, al menos,
suavizarlo. Nuestro tiempo no puede permitirse eso: Auschwitz y el Gulag lo han
subrayado con tal violencia, que ya no es posible esquivar su desafío. Un
desafío universal y perenne, porque Auschwitz y Gulag son de alguna manera el
mundo. ¿Es posible rezar después de Auschwitz? ¿Es posible creer en Dios ante
el panorama que nos abruma con guerras y genocidios, con crímenes y terrorismo,
con hambre y explotación, con dolor, enfermedad y muerte?
Dietrich Bonhoeffer, gran diagnosticador
desde el ojo mismo del huracán, anunció la respuesta que está exigiendo nuestro
tiempo: “Sólo el Dios sufriente puede salvarnos”[7]. Pero, más allá de la simple proclamación, entre la pregunta y la
respuesta queda todavía un amplio vacío, que clama por una mediación teológica.
Porque esa afirmación sólo es válida, si se sitúa con plena consecuencia dentro
del nuevo paradigma de un Dios no intervencionista y exquisitamente respetuoso
de la autonomía del mundo. Mientras se mantenga, de modo acrítico y acaso
inconsciente, el viejo presupuesto de una omnipotencia abstracta y en
definitiva arbitraria, en el sentido de que Dios, si quisiera, podría
eliminar los males del mundo, la respuesta se convierte en pura retórica, que a
la larga mina de raíz la posibilidad de creer.
En efecto, no sería ni humanamente digno
ni intelectualmente posible creer en un Dios que, pudiendo, no impide que
millones de niños mueran de hambre o que la humanidad siga azotada por la
guerra y el cáncer. Si el mal puede ser evitado, ninguna razón, por muy alta y
misteriosa que se pretenda, puede valer contra la necesidad primaria e
incondicional de hacerlo.
De nada sirve siquiera la misma
proclamación de que Dios sufre con nuestros males, si antes pudo haberlos
evitado, pues en ese caso su compasión y su dolor llegarían demasiado tarde.
Puede incluso provocarse el escarnio, como en aquel dicho español que se burla
del señor rico y piadoso que hizo un hospital para los pobres, pero que “antes
hizo a los pobres”[8]. (Y hemos de tener en cuenta que en un tiempo de cristiandad
estas objeciones podían quedar diluidas en la credibilidad ambiental, pero que
eso no sucede ya en un mundo secularizado; con la agravante de que, dada la
presencia ubicua de los mass media, ya no quedan reducidas a minorías
críticas, sino que alcanzan con facilidad creciente al gran público).
Los cristianos y las cristianas debemos
tomar con seriedad mortal esta objeción que, antes incluso que a la verdad
de nuestra fe, afecta a su mismo sentido. El espacio no permite entrar
aquí en grandes desarrollos. Pero acaso baste con observar que el
descubrimiento de la autonomía de las realidades mundanas, al mostrar su
consistencia, muestra también lo infranqueable de sus límites y por lo mismo el
carácter estrictamente inevitable del mal en un mundo finito.
Como decía Spinoza, en lo finito “toda
determinación es una negación”, de suerte que una propiedad excluye
necesariamente a la contraria. Por eso un mundo en evolución no puede
realizarse sin choques y catástrofes; una vida limitada no puede escapar al
conflicto, el dolor y la muerte; una libertad finita no puede excluir a
priori la situación-límite del fallo y la culpa. Dada su decisión de crear,
Dios “no puede” evitar estas consecuencias en la creatura: equivaldría a anular
con una mano lo que habría creado con la otra. Eso no va contra su omnipotencia
real y verdadera, porque, hablando con propiedad, no es que Dios “no pueda”
crear y mantener un mundo sin mal, es que eso “no es posible”: sería tan
contradictorio como hacer un círculo-cuadrado[9].
Lo grave es que tanto nuestros hábitos de
pensamiento como nuestros usos de piedad y de oración están cargados del
presupuesto contrario. De ese modo, incluso cuando teóricamente se acepta la
imposibilidad de que el mundo pueda existir sin mal, se sigue alimentando el
inconsciente con la creencia contraria. Así, cada vez que pedimos a Dios que
acabe con el hambre en África o que cure la enfermedad de un familiar, estamos suponiendo
que puede hacerlo y, en consecuencia, que, si no lo hace, es porque no
quiere. Lo cual, en la actual situación cultural, está teniendo unas
consecuencias terribles.
Porque, vista la enormidad de los males
que aquejan al mundo, un Dios que, pudiendo, no los elimina acaba por fuerza
apareciendo como un ser tacaño, indiferente y aun cruel. Porque, ¿quién, si
pudiese, no eliminaría —sin pregunta previa de ningún tipo— el hambre, las
pestes y los genocidios que asolan el mundo? ¿Seremos nosotros mejores que
Dios? Como dice Jürgen Moltmann, ante el recuerdo de Verdún, Stalingrado,
Auschwitz o Hiroshima, “un Dios que ‘permite’ tan espantosos crímenes,
haciéndose cómplice de los hombres, difícilmente puede ser llamado ‘Dios’”[10].
2) Urge, pues, sacar con todo rigor la
consecuencia justa, que consiste en dar un vuelco radical a la comprensión. Un
Dios que crea por amor, es evidente que quiere el bien y sólo el bien para sus
creaturas. El mal, en todas sus formas, es justamente lo que se opone idénticamente
a Él y a ellas; existe porque es inevitable, tanto físicamente como moralmente,
en las condiciones de un mundo y una libertad finitas. Por eso no debe decirse
jamás que Dios lo mande o lo permita, sino que lo sufre y lo padece como
frustración de la obra de su amor en nosotros.
Pero, por fortuna, el mal no es un
absoluto: podemos y debemos luchar contra él, sabiendo que Dios está a
nuestro lado, limitándolo y superándolo en lo posible ya ahora dentro de
los límites de la historia y asegurándonos el triunfo definitivo cuando esos
límites sean rotos por la muerte. Por eso, en elemental rigor teológico, no
tiene sentido que nosotros “pidamos”, intentando “convencer” a Dios para que
nos libre de nuestros males. Al contrario, Él es el primero en luchar contra
ellos y es Él quien nos llama y “suplica” a que colaboremos en esa lucha. ¿Qué
otra cosa significa el mandamiento del amor —¡a nosotros mismos y al prójimo!—,
sino una llamada a unirnos a su acción salvadora, a su estar siempre trabajando
(Jn 5,17) para vencer el mal y establecer el Reino?[11]
Esta es la imagen de Dios que los
cristianos y las cristianas actuales debemos grabar en nuestro corazón y
transmitir a los demás, que acaso lo necesiten más que nunca en un mundo tan
cruelmente fracturado y crucificado. No un Dios de omnipotencia arbitraria y
abstracta que, pudiendo librarnos del mal no lo hace, o lo hace sólo a veces o
en favor de unos cuantos privilegiados. Sino un Dios solidario con nosotros
hasta la sangre de su Hijo; un Dios Anti-mal, que, como admirablemente dijera
Whitehead, no es el soberano altivo e indiferente, sino “el Gran compañero, el
que sufre con nosotros y nos comprende”[12].
Si logramos ver las cosas de este modo,
el escándalo del mal —¡no negado, ni suavizado!— puede convertirse en su
contrario: en la maravilla misteriosa del Dios de Jesús que ante todo
restablece la dignidad del pobre, del que llora, del que sufre y del que es
perseguido.
Tal es, por lo demás, el sentido más
radical de las Bienaventuranzas. Porque una de las perversiones que amenazan a
toda religión es justamente la de agravar con el recurso a Dios el drama del
dolor natural y, peor aun, de legitimar con la sanción divina la perversión de
la injusticia social: convertir al enfermo en maldito y al pobre en pecador.
Contra lo primero se rebela ya el libro de Job y contra lo segundo se dirigen
directamente las palabras de Jesús. Justo porque está mordido por el
sufrimiento, el enfermo sabe que Dios se pone prioritariamente a su lado; justo
porque es marginado y explotado por los hombres, el oprimido escucha que Dios
se pone a su lado con la justicia de su Reino.
Y con la dignidad, Dios ofrece el
coraje y la esperanza: la persona humana sabe que puede estar en pie
sobre la tierra, que tiene siempre derecho a luchar y que, aunque sea
derrotada, puede esperar con Job y con Jesús de Nazaret que en la carne
traspasada por la cruz verá al Dios de la resurrección. Sólo porque se ha
mantenido, sin corregirla a tiempo, la falsa imagen de una omnipotencia
arbitraria, pudieron algunos creyentes pensar que después de Auschwitz era
imposible rezar. Desde el Dios vivo y verdadero comprendemos lo contrario: sólo
rezando es posible esperar a pesar de Auschwitz, porque sólo la fe en Dios —y
ningún otro sistema o ideología sobre la tierra— es capaz de mantener viva la
esperanza de las víctimas dentro del terror brutal de la historia. Antes de que
la reflexión moderna —sobre todo en el diálogo entre M. Horkheimer y W.
Benjamin— se viese obligada a reconocerlo[13], lo había intuido el alma judía en los Cánticos del Siervo y lo
experimentaron los cristianos en la resurrección de Jesús.
El desarrollo de estas ideas ha sido
acaso demasiado extenso para el espacio disponible y, aun así, resulta
demasiado esquemático. Espero que al menos sirva de fondo a la reflexión global
y nos permita ser algo más breves en adelante.
1.3 De la insistencia en la Salvación a la centralidad de la Creación
También por el otro costado, el de la
realización positiva, aparece la necesidad de un repensamiento radical.
1) La visión tradicional en las religiones
tiende a ver a Dios como el “Señor” que nos crea para que le sirvamos;
añadiendo acaso, como en los Ejercicios ignacianos, y para que “mediante esto”
salvemos nuestra alma. La realidad se divide entonces en dos zonas: una sagrada,
la que le corresponde a Dios, y otra profana, la que nos corresponde a
nosotros. A la primera pertenece todo lo “religioso”, es decir, aquello que
hacemos para la salvación, tratando mientras tanto de ganar el favor de Dios o
de obtener su perdón. En la segunda se mueve nuestra vida ordinaria, “pro-fana”
(exterior al templo), que, en el fondo, no interesaría a Dios o que incluso es
mejor negar y “sacrificar”.
Comprendo que la descripción es demasiado
cruda y esquemática, y de hecho resulta injusta en muchos aspectos. Pero, como
toda caricatura, no deja de expresar algo muy verdadero. Por fortuna, también
en este caso la teología ha iniciado la superación, sobre todo cuando habla de
la continuidad entre creación y alianza o entre creación y salvación.
Sin embargo, igual que en el problema del mal, no cabe ignorar la existencia de
un vacío entre la afirmación teórica y la realización práctica y vivencial.
Sería poco realista desconocer que el dualismo entre lo sagrado y lo profano
sigue dominando en buena medida los esquemas del imaginario cristiano,
conformando muchos de sus hábitos intelectuales e influyendo los modelos de su
praxis.
Urge, pues, llenar ese vacío, buscando
una coherencia más plena. Algo que la situación actual a un tiempo pide y
propicia. La nueva conciencia de la autonomía humana, por un lado, y la aguda
crítica filosófica de la “ontoteología”, por otro, alertan sobre las
desviaciones alienantes de este tipo de religión. Una religión que, mirando al
cielo, se hace “infiel a la tierra” y que, concibiendo a Dios como un gran Ente
(a eso se refiere la crítica de la ontoteología), como Señor que manda y que
pide o necesita ser servido, acentúa nuestra “conciencia desgraciada”. Sería
antihistórico ver en estas críticas sólo el aspecto negativo de un posible
ataque a la religión. En realidad, en lo que tienen de maduración de la
conciencia histórica, pueden —y creo que deben— ser vistas como una ocasión
para descubrir el rostro más genuino del Dios de Jesús.
Un Dios que Jesús hereda ya como Creador
del cielo y de la tierra, pero que enriquece con su vivencia filial, al
proclamarle como creador en cuanto que “Abbá”, es decir, como
padre/madre que sólo por amor a nosotros nos trae a la existencia y que única y
exclusivamente por amor y desde el amor actúa en nuestra historia. Un Dios que
por ser Plenitud, no tiene carencias, sino que todo Él es don: que consiste en
ser agape (1 Jn 4,8.16) y cuya acción es por tanto infinitamente
transitiva, sin sombra de egoísmo, pura afirmación generosa del otro[14].
Por eso Hegel insistió con toda razón que
en el cristianismo era preciso protestar, con más vigor todavía de lo que
hicieran Platón y Aristóteles contra el dicho, bastante corriente entre los
griegos, de que los dioses “tienen envidia” de la felicidad humana[15]. Y, desde luego, este Dios nada tiene, ni puede tener, en común
con un dios que, como el babilónico Marduk, hace al hombre “para que le sean
impuestos los servicios de los dioses y que ellos estén descansados”[16]. El Dios de Jesús no crea para ser servido, sino, en todo caso y
si queremos hablar así, para servirnos Él a nosotros (cf. Mc 10,45 y par.). Y si la
aplicación parece demasiado osada, escuchemos nada menos que a san Juan
de la Cruz:
"Porque aún llega a tanto la
ternura y verdad de amor con que el inmenso Padre regala y engrandece a esta
humilde y amorosa alma —¡oh cosa maravillosa y digna de todo pavor y
admiración!—, que se sujeta a ella verdaderamente para la engrandecer, como si
Él fuese su siervo y ella fuese su señor, y está tan solícito en la regalar,
como si Él fuese esclavo y ella fuese su Dios. ¡Tan profunda es la humildad y
dulzura de Dios!”[17].
2) Claro está, esto no niega sin más la
visión anterior, que a su manera sabe también que la gloria y servicio de Dios
se identifican con el bien del hombre. Pero introduce un importante cambio de
acentos. La idea de creación desde el amor, que se hace única y exclusivamente
por nosotros, elimina todo equívoco y rompe de raíz todo dualismo. Hablar de salvación
tiende a inducir el pensamiento de que a Dios le interesa sólo lo “religioso”,
aquello que se relaciona con Él. En cambio, hablar de creación permite
caer en la cuenta de que lo que le interesa somos nosotros, todo en nosotros:
cuerpo y espíritu, individuo y sociedad, cosmos e historia.
Para aclararlo con un ejemplo simple: ¿no
es eso lo que, ya en el nivel humano, sucede con un padre y una madre normales?
Lo que buscan es el bien integral de sus hijos: que tengan salud y se instruyan
en la escuela, que sean honrados y tengan lo necesario para vivir... Mucho más,
infinitamente más, en nuestro caso. Dios no crea hombres o mujeres
“religiosos”: crea simplemente hombres y mujeres humanos. Me atrevería a
decir, un poco paradójicamente, que en este sentido “Dios no es nada
religioso”. Porque, si la religión es pensar en Dios y servir a Dios, el Abbá
de Jesús no piensa en sí mismo ni busca ser servido. Él piensa en nosotros
y busca exclusivamente nuestro bien.
Las consecuencias son importantes, porque
de esa visión nace un modo abierto y positivo de situarse en el mundo. Resulta
evidente que todo lo que ayude a la realización auténtica de nuestro ser y
propicie algún tipo de verdadero progreso en el mundo, responde al dinamismo
creador. Del mismo modo que se opone al mal, es decir, a todo aquello que
impide de algún modo la realización —física o espiritual, individual o social—
de sus creaturas, Dios está también volcado en la promoción de todo lo bueno y
positivo para las personas y para el mundo.
Nada más opuesto al cristianismo que
la actitud negativa ante un avance en la maduración personal o un progreso
científico, político o económico en la vida social. Al revés de lo que, por desgracia, ha solido suceder, todo
cristiano y toda cristiana debieran situarse espontáneamente al lado de cuanto
suponga un avance para la humanidad, conscientes de que de esa manera están
acogiendo el impulso divino y colaborando con él. De hecho, cuando la fe logra
comprenderse y realizarse así, despierta una enorme sintonía en lo mejor de la
sensibilidad moderna. El impacto de una espiritualidad como la de Teilhard de
Chardin tiene aquí su verdadero secreto y, pese a ciertos límites, su perenne
legitimidad. Lo mismo que, en otra dimensión, sucede con la acogida mundial que
ha tenido la teología de la liberación, con su insistencia en la salvación integral
de las personas y de los pueblos[18].
Hoy mismo la visión de este Dios que al
crear por amor, es, en expresión de Whitehead, el “poeta del mundo” que atrae a
todos los seres hacia la máxima perfección posible[19], ofrece el mejor fundamento para algo tan decisivo y actual como
son las preocupaciones ecológicas. Sobre todo porque, como había notado
Bergson, la idea de creación, justo por ser infinitamente transitiva, no crea
objetos pasivos, sino que “crea creadores”[20], es decir, no sólo nos entrega totalmente a nosotros mismos, sino
que nos convoca a colaborar con Él en la construcción del mundo. Algo que acaso
debiera ir ya suscitando nuestra creatividad, abriéndola responsablemente a la
nueva espacialidad del planeta tierra, e incluso orientar nuestra fantasía
creadora hacia su expansión cósmica (que empieza a dejar de ser ficción y puede
convertirse en realidad antes de lo que pensamos).
No cabe duda de que para todos los
interesados por el destino de la fe en el mundo se ofrece aquí una tarea
auténticamente exaltante.
2. La nueva imagen del cristianismo
Resulta obvio que tomar en serio esta
nueva imagen de Dios lleva de la mano a una nueva imagen del Cristianismo. Una
imagen que le exige repensar a fondo su relación con las demás religiones, así
como elaborar un nuevo modelo de las relaciones iglesia(s)-mundo.
2.1 El diálogo de las religiones: de la “elección” a la “estrategia del amor”
De manera casi inevitable, la visión
dualista de lo religioso era solidaria del particularismo de la “elección”. Hasta
ayer mismo se nos enseñaba en los seminarios y facultades de teología que Dios
había escogido un pueblo y que sólo a él había entregado la revelación
sobre-natural, dejando a todos los demás en el estado de una religión puramente
“natural”.
1) En la raíz estaba un modelo de la revelación
como “dictado” divino, que exigía una lectura literal de la Escritura y una
aceptación de sus verdades sin otra razón que la obediencia al testimonio
profético. Resultaba entonces coherente pensar que “fuera de la Iglesia no hay
salvación” (al menos, salvación sobre-natural); con el consiguiente modelo de
la misión como encargo de llevar a Dios al desierto de un mundo que nada
sabía de Él o que, a lo sumo, tenía la vaga noticia “natural” —y casi siempre
muy deformada— propia de todas las demás religiones.
No podemos ser demasiado crueles con esta
teología, cuyas consecuencias, sólo enunciadas, nos producen hoy escalofríos.
El particularismo salvífico se apoyaba en una visión del mundo que le confería
una cierta verosimilitud: la humanidad se limitaba en el tiempo a los cuatro
mil años que separaban a Cristo de la creación de Adán, y se reducía en el
espacio al ámbito de la ecumene, cuyos extremos soñaba con abarcar ya de
alguna manera el mismo san Pablo (cf. Rm 15,22-29). Por su parte, la concepción
literalista de la revelación-dictado no había sido cuestionada todavía por la
crítica histórica y literaria de la Biblia. Por fortuna, todo esto ha sido
superado, y el Vaticano II ha hablado ya —aunque fuese con timidez— de la verdad
y de la eficacia salvadora de las otras religiones[21].
De todos modos —y pido disculpa por la
inevitable reiteración de este recurso expositivo—, también ahora es preciso
constatar el vacío que media entre las afirmaciones de principio y los hábitos
mentales que siguen dominando el imaginario creyente y teológico. Estamos muy
lejos de sacar todas las consecuencias de la nueva visión, remodelando de
acuerdo con ella todos nuestros prejuicios. Las reacciones fundamentalistas
son el síntoma mayor de una situación desconcertada, temerosa de perder la
identidad ante la nueva universalidad que se impone. Pero, sin llegar a ellas,
se producen de continuo resistencias más sutiles que van en idéntica dirección.
Sin embargo, nada más opuesto a la
universalidad radical y a la generosidad irrestricta del Abbá Creador,
que cualquier tipo de elitismo egoísta o de particularismo provinciano. Un Dios
que crea por amor, es evidente que vive volcado con generosidad irrestricta
sobre todas y cada una de sus creaturas. No cabe pensar en la imagen cruel de
un padre egoísta, que, engendrando muchos hijos, se preocupa sólo de sus
preferidos y deja a los demás abandonados en la inclusa. Dios, que nos crea
para la felicidad en comunión con Él, llama a todos y desde siempre: no
ha habido desde el comienzo del mundo un solo hombre o una sola mujer que no
hayan nacido amparados, habitados y promovidos por su revelación y por su amor
incondicional[22].
2) En el fondo, la humanidad siempre lo
ha comprendido así. ¿Qué son, si no, las religiones, más que modos de
configurar socialmente este descubrimiento? Por eso, de hecho y con razón,
todas se consideran a sí mismas reveladas. Y por eso es preciso partir siempre
del principio de que todas las religiones son verdaderas y que por lo
mismo constituyen un camino real de salvación para los que honestamente
las practican.
Eso no significa que todas lo sean por
igual, pues, aunque Dios se da totalmente y sin discriminación, la receptividad
humana pertenece también, y de manera esencial, a la constitución misma de la
revelación[23]. El estadio evolutivo, la situación histórica, las circunstancias
culturales e incluso la malicia del corazón limitan, condicionan y deforman
continuamente la manifestación divina. Por eso ni existe religión sin alguna
verdad ni religión absolutamente perfecta, pues ninguna puede agotar en su
traducción humana la riqueza infinita del misterio divino; y el mismo san
Pablo, a pesar del lógico entusiasmo de los comienzos, subraya que también la
culminación cristiana está vertida en
pobres "vasijas de barro" (2 Cor 4,7).
Ahí, y no en un pretendido “favoritismo”
divino, radican las diferencias entre las religiones. Dios se da “cuanto puede”
en todas ellas, pero la acogida es, por fuerza, diferente en cada una. Y
eso significa no sólo que no existe nada parecido a una “elección” divina
arbitraria, sino también que, cuando, dentro de la propia religión y las
propias posibilidades, alguien responde honestamente a Dios, tiene derecho a
sentirse único para Él y, en ese sentido, “elegido”; aunque mejor sería evitar
tan peligrosa palabra, pues ni el amor discrimina (cf. 1 Cor 12) ni “en Dios
hay acepción de personas” (Rm 2,11)[24]. Las diferencias existen, pues, realmente; pero sólo porque son
un hecho inevitable, dada la diversidad humana. Por eso se las
pervierte, cuando se ven como privilegio y no como algo destinado también, y
con igual derecho, a los demás.
Situándonos ya en el punto de vista
cristiano, la convicción de que la revelación divina ha alcanzado su
culminación en Cristo debe alejar de sí cualquier rastro de “favoritismo”, para
ser concebida más bien como una auténtica “estrategia del amor”, que mediante
esa particularidad busca justamente llegar mejor a todos. Tal vez un ejemplo
ayude a aclararlo. Sucede muchas veces que un profesor durante una explicación
difícil percibe que en un alumno —por el motivo que sea: formación, familia,
inteligencia, atención...— ha saltado la chispa de la comprensión. Lo normal
entonces es que inicie un diálogo con él, haciéndole avanzar en el tema lo más
posible. Pero, si es un buen pedagogo, lo hará no con la intención de crear un
“favorito”, sino con el propósito generoso de aprovechar su avance para llegar
mejor a toda la clase[25].
Algo parecido sucede con la revelación:
Dios, que en las religiones llevaba milenios tratando de revelarse a todos —¡y
que sigue haciéndolo sin interrupción!—, encontró un pueblo que, por situación
geográfica, ocasión histórica, talante cultural y modo de ser, le permitió
iniciar un tipo de relación, que —acaso debido sobre todo a su personalismo y
su enfoque ético— iba a hacer posible la culminación insuperable acontecida en
Jesús de Nazaret. No por ello los demás pueblos dejaron de seguir recibiendo,
de acuerdo con sus propias posibilidades, la revelación de Dios y de
experimentar su presencia salvadora. Pero ahora, además, pudieron contar
con una nueva y magnífica posibilidad: la de recibir también, como un regalo
que les llega por los caminos de la historia, la profundidad alcanzada en
aquella otra tradición (a la que ellos, a su vez, podrán ofrecer los aspectos
específicos descubiertos en la propia).
3) Es claro que esto está enunciado desde
el punto de vista cristiano. Pero se apoya en una estructura formal que vale
para cualquier religión: en principio, todo creyente parte del supuesto de que
su religión es la más verdadera y de que su fundador es, como de Mahoma dice el
Islam, “el sello de los profetas”. La lección decisiva radica en que, tomadas
en serio, estas ideas propician no sólo un diálogo real y honesto, sino también
una colaboración efectiva. Algo que, por fortuna, ha penetrado de manera muy
viva tanto en la filosofía de la religión como en la teología actuales.
Y lo cierto es que el diálogo ha avanzado
de manera notable en dos frentes: 1) el de la inculturación, por el que
toda religión comprende que ha de respetar la especificidad de aquellas
culturas donde es proclamada, buscando expresarse en sus categorías y
encarnarse en sus instituciones; y 2) el del inclusivismo, que, con
diversos matices según los autores, reconoce que toda religión es verdadera y
que por lo mismo todos podemos aprender de todos.
Personalmente me atrevo incluso a
aventurar un tercer paso: el de la inreligionación[26]. La palabra —hecha sobre el modelo de la “in-culturación”— suena
un tanto extraña, pero su significado resulta claro. Pretende simplemente tomar
en serio la convicción de que, dentro de los propios límites, toda religión es
revelada y de que en ella acontece la salvación real de Dios. Porque entonces
es obvio que la religión que entre en diálogo con ella no puede pretender
anular esa verdad y esa salvación, sino, en todo caso, vivificarlas y
completarlas con su aportación (al par que ella se enriquece y completa con los
elementos que ésta le aporte).
En efecto, igual que, con toda razón,
sobre todo las iglesias de Asia y de África insisten en la necesidad de que,
para encarnarse, el cristianismo debe asumir los elementos culturales
autóctonos, ¿por qué no ha de asumir también los religiosos? Unamos dos
datos profundamente tradicionales: por un lado, el mismo san Pablo hablaba no
de sustitución, sino de “injerto” en la relación del cristianismo con el
judaísmo (cf. Rm 11,16-24); por otro, los padres alejandrinos hablaban de la
filosofía como “antiguo testamento” de los griegos; ¿no resulta obvio que
idéntica aplicación debe hacerse respecto de las religiones? No, pues,
anulación o simple sustitución, sino injerto vivo, por el que la nueva religión
aprovecha y potencia la savia de la otra, viviendo en ella y desde ella, al tiempo
que trata de enriquecerla —en la generosidad y el respeto— con todo lo que ella
pueda ofrecerle. Además, casos como el
del español R. Panikkar o el del francés H. Le Saux, viviéndose a la vez como
hindúes y cristianos, muestran que no se trata de meras teorías, sino de
potencialidades que tal vez estén esperando su ocasión para madurar con
plenitud[27].
Pero el diálogo de poco valdría, en
definitiva, si no desembocase en colaboración. La presencia masiva del
ateísmo y la tarea inmensa de construir una nueva humanidad en trance de
unificación han impuesto la urgencia de algo evidente por sí mismo: la
necesidad de que las religiones se comprendan hoy en relación con las demás y
unan sus esfuerzos en favor del mundo. Paul Tillich proclamó en la última conferencia
que pronunció en su vida, que, de volver a empezar, tendría que reescribir su
teología desde el diálogo con la historia de las religiones[28]. Y Hans Küng, que lo cita, está consagrando gran parte de su
última obra a mostrar que “no puede haber paz entre las naciones sin paz entre
las religiones”; algo que sólo podrán conseguir dialogando y colaborando entre
sí, tomando como criterio lo humanum, el bien de la humanidad[29].
La verdad es que no existe para ellas ni
otro sentido ni otra esperanza de presencia eficaz y significativa.
2.2 Iglesia y humanidad: “fuera del mundo no hay salvación”
Cuando nos situamos en esta perspectiva,
el espíritu se ensancha y aparece con fuerza la necesidad de nuevos
planteamientos. Hablar, por ejemplo, de “iglesia” desde la nueva conciencia del
universalismo religioso produce hoy cierta incomodidad. Es preciso hacerlo,
puesto que no existe “la religión en general”, sino siempre una concreción de
la misma: la religión sólo existe en las religiones. Pero no puede
seguir haciéndose con mentalidad estrecha, que se encierra en la propia
religión, sino en la amplia y abierta red de una comunión viva con las demás.
La incomodidad se acentúa, cuando se acentúa la nota de “catolicismo”, pues hoy
esa simple denominación evoca una ruptura dolorosa; y acaso, a estas alturas,
un escándalo injustificable, que tiene que hacer pensar a las partes en
conflicto.
1) Se impone por lo mismo, como primera
exigencia, la recuperación del sentido originario de “católico”, como lo kath’holon,
es decir, como la particularidad vivida en cuanto manifestación de una
universalidad que la engloba sin excluir otras particularidades. Ser católicos,
pero como una forma generosa y abierta de vivir con los hermanos y
hermanas ortodoxos y evangélicos el cristianismo común, olvidados de divisiones
“demasiado humanas” y unificados por la urgencia “verdaderamente divina” de
abrir hacia la humanidad la experiencia del Dios de Jesús. Incluso tal vez esté
llegando el momento de acoger con decisión la generosa propuesta de Karl
Rahner, al menos respecto de las grandes confesiones: en lugar de tanta
discusión ecuménica buscando la unidad uniforme, unirnos ya vitalmente como una
única iglesia articulada en el respeto de las diferencias[30].
De hecho, desde una mirada atenta a los dinamismos
profundos de la historia no resulta imposible descubrir dentro del mismo
catolicismo la presencia en acto de un movimiento de universalización
creciente. En el modo de situarse ante el mundo cabe, en efecto, distinguir
tres etapas de apertura creciente: a) de una iglesia a la defensiva en
el siglo XIX, se ha pasado b) a una iglesia que en el Vaticano II intenta la normalización,
de modo que hoy, a pesar de las resistencias, se está gestando c) una iglesia
que intenta vivir en franca colaboración y servicio. En la reflexión
eclesiológica se ha producido un proceso claramente paralelo: del énfasis en la
Iglesia se ha pasado a la insistencia en el Reino, que a su vez
se concibe cada vez más como presencia efectiva en el Mundo, no como
simple expectativa apocalíptica, sino bajo el modelo escatológico de una
esperanza activa y liberadora ya en el presente[31].
Existen dos frases recientes que en su
expresividad concreta aclaran muy bien lo que este apresurado diagnóstico
teológico pudiera dejar en una abstracción difícil y poco comprensible. La
primera es esta: “una iglesia que no sirve, no sirve para nada”; pertenece al
obispo Jacques Gaillot[32] y expresa muy bien la necesidad de un descentramiento de sí
misma, para, conforme al encargo y al ejemplo de Jesús, encontrar su esencia
auténtica en la entrega a la misión salvadora en el mundo. La segunda es de
Edward Schillebeeckx y, por su expreso contraste con el antiguo paradigma,
indica admirablemente la profundidad del repensamiento que se nos exige: “fuera
del mundo no hay salvación”[33]. Desde la idea del Dios Creador en cuanto Abbá
comprendemos bien que esa afirmación no tiene nada de un secularismo barato,
sino más bien todo lo contrario: evoca una visión del mundo que, sin negar su
consistencia propia, lo ve todo él desde Dios, rompiendo los límites de una
falsa sacralización: “ni en este monte ni en Jerusalén”, sino “en espíritu y
verdad” (Jn 4, 21.23).
2) Permite además aclarar algo muy
importante, a saber, una nueva comprensión de la identidad cristiana.
Un movimiento espontáneo, fuertemente enraizado en el pensamiento tradicional,
cree que el único modo de preservar la identidad consiste en marcar las
distancias y las diferencias con los demás. Es lo mismo que pasaba con la
figura de Cristo: su divinidad parecía tanto mejor asegurada cuanto más se lo
alejaba de la humanidad común, sin búsquedas ni ignorancias, sin debilidades ni
angustias. Por eso la cristología puede ser aquí una buena ayuda.
En efecto, la cristología actual ha
descubierto la trampa, al comprender que la verdadera divinidad de Jesús no
está en su negación de lo humano sino, por el contrario, en su plenificación
auténtica: sólo porque era Hijo de Dios pudo Jesús de Nazaret ser tan
plenamente humano[34]. Lo mismo exactamente debe suceder con la auténtica identidad
eclesial: no se preserva ésta ni cultivando una mentalidad de ghetto ni
marcando continuamente las diferencias con el mundo. Lo que pide es, más bien,
la afirmación a fondo de lo que verdaderamente nos humaniza como hombres y
mujeres. No, pues, la renuncia negativa sino la profundización de los valores
auténticos, no un estrechar la vida sino ampliarla, abriéndola hacia la
profundidad infinita de la trascendencia.
Cualquiera puede ver con facilidad la
importancia capital de las consecuencias que de aquí se derivan. Demasiadas
veces la diferencia eclesial ha servido y sirve de pretexto para mantener
instituciones arcaicas o modos de gobierno superados por el auténtico progreso
humano, cuando debiera ser justamente al revés.
Tal el caso de la democracia en la
Iglesia: la afirmación de que “la iglesia no es una democracia” en sentido
político, se ha utilizado no para avanzar hacia lo más humano sino para
retroceder hacia lo menos, siendo así que las palabras del mismo Jesús orientan
sin lugar a dudas en el sentido contrario: "Ya sabéis que los jefes de los
pueblos tiranizan; y que los poderosos avasallan. Pero entre vosotros no puede
ser así, ni mucho menos. Quien quiera ser importante, que sirva a los otros, y
quien quiera ser el primero, que sea el más servicial. Que también el Hijo del
Hombre no ha venido a que le sirvan, sino a servir, y entregar su vida en
rescate por todos" (Mc 10,42-45; cf. Mt 20,25-28; Lc 22,25-27). Es decir,
que quien quiera seguir manteniendo la afirmación de que la Iglesia no es una
democracia, sólo podrá hacerlo legítimamente si lo traduce no como un deber ser
menos, sino mucho más que una democracia política[35].
Con idéntica razón la diferencia eclesial
no puede llevar a una realización más deficiente, sino mucho más generosa y
efectiva de los derechos humanos en la Iglesia, cuando hoy sabemos que
su proclamación en la Revolución Francesa y Americana obedecía a una eclosión
de semillas claramente evangélicas[36].
Y lo mismo se diga de una cuestión
candente como la de la situación eclesial de la mujer. Constituye hoy
una auténtica tragedia el que una interpretación intemporal e incorrectamente
diferencialista no sólo pierde la sintonía con uno de los más bellos avances de
nuestro mundo, sino que corta el movimiento íntimo de las propias raíces. Por
un lado, se retrotrae muy atrás de las actitudes vivas del propio Jesús y, por
otro, impide el dinamismo de la más honda y dogmática proclamación teológica al
respecto: "Ya no hay judío ni griego, esclavo ni libre, varón ni mujer,
pues que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús" (Gál 3,28).
No vale la pena insistir en más
aplicaciones particulares, pues interesa ante todo subrayar el dinamismo
fundamental: si la Iglesia se comprende a sí misma como aquel punto humano
donde la intención del Creador se hace conciencia expresa y misión aceptada,
entonces ella, como decía Karl Barth, ha de esforzarse por ser una realización
tal de lo humano que constituya de verdad “la manifestación provisional de lo
que Dios quiere para todo el mundo”[37].
3. Las grandes tareas actuales
En realidad, lo fundamental ha quedado
dicho, y, una vez aclarados los principios de fondo, estas consideraciones
conclusivas se limitarán ya a señalar dos de los ejes fundamentales que pueden
encuadrar el diálogo y la búsqueda.
3.1 Hacia la verdadera universalización del sujeto humano
Si fuese preciso señalar un solo vector
que marque sin lugar a dudas un avance inequívoco en el proceso de la
humanización a lo largo de la historia, ese podría ser el acceso creciente de
los distintos grupos e individuos a la categoría de sujeto real y efectivo.
Existen mecanismos feroces de poder y privilegio que excluyen a la mayoría de
los individuos y estamentos de la participación efectiva en la gestión y
disfrute de los bienes y libertades sociales. El intento de superarlos
constituye el lento y durísimo esfuerzo de la historia verdaderamente humana.
Esfuerzo que tiene todavía un largo camino por delante, en el que no es lícito
pararse hasta que de verdad alcance a todos, sin que nadie quede excluido. Y
aunque se trate de un sueño irrealizable en su totalidad, no nos es lícito
renunciar al empuje crítico de su llamada.
La humanidad lo ha intuido con cierta
claridad a partir de ese período con perfiles un tanto vagos pero enormemente sugestivo
que es el “tiempo eje”, alrededor del siglo VII a. C., cuando se forjan las
grandes religiones y conceptos universales[38]. Y al cristianismo le ha cabido sin duda alguna un rol
determinante en su consolidación y elaboración expresa. Hegel lo ha expresado
en una afirmación famosa: “los orientales sólo han sabido que uno es
libre, el mundo griego y romano que algunos son libres, y nosotros
[los cristianos] que todos los hombres son en sí libres, que el hombre
es libre como hombre”[39]. No se trata de una mera contingencia histórica, sino de algo que
nace del mismo núcleo de la fe en un Dios único, creador, padre-madre de todo
hombre y mujer: cada individuo es así único ante Dios, persona con un valor
absoluto e irrepetible[40]; lo cual corta de raíz la legitimidad de cualquier
discriminación.
Por algo en el centro mismo del mensaje
de Jesús de Nazaret está la proclamación de que el Reino llega también y
prioritariamente a los “pobres”, es decir, a aquellos a los que la sociedad
somete a cualquier tipo de marginación. Y no como un nuevo particularismo, sino
por todo lo contrario: como el único modo de asegurar la universalidad para
todos, pues es obvio que sólo empezando por abajo es posible universalizar
de verdad, rompiendo la cadena de los privilegios[41].
Principio tan fundamental e irrenunciable
para nosotros los cristianos y cristianas como extraordinariamente difícil de
poner en práctica y lleno de trampas ideológicas y resistencias egoístas. Si
para demostrarlo no llegase el hecho terrible de que el haberlo tomado en serio
le costó la vida al mismo Jesús, bastaría una mirada somera a nuestro pasado,
con la tolerancia de la esclavitud hasta
el mismo siglo XIX, las justificaciones teológicas de la servidumbre medieval o
la resistencia eclesiástica a la revolución social...
Naturalmente, la natural alerta que esto
produce no debe llevar a la inhibición, sino, por el contrario, a comprender la
urgencia irrenunciable de afrontar esta tarea literalmente trascendental, pues
sólo incluyéndola a ella podrán tener sentido y legitimidad otras tareas
particulares. Resulta casi tópico, pero no podemos silenciarlo: toda iniciativa
en favor de los derechos humanos, como posibilidad real y para todos,
debe encontrar en los cristianos y cristianas o bien promotores creativos o
bien aliados incondicionales.
De hecho, esta actitud clara y decidida
es lo que confiere fuerza de llamada epocal al proyecto de aquellas
teologías que la colocan en la base de su reflexión. La teología política lo ha
hecho desde Europa, recordándole a la Iglesia que no puede ser universal
mientras consienta no sólo el monopolio del “sujeto burgués” dentro de ella,
sino, más allá, la división Norte-Sur con su opresión e inhumanidad, “que
impide a numerosísimos habitantes de regiones enteras del planeta alcanzar su
condición de sujetos”[42]. La teología de la liberación lo expresa más dramáticamente
poniendo al “pobre” como sujeto radical, para rescatarle en nombre de Dios de
su condición de “no hombre” impuesta por la opresión humana[43]. Y su llamada, verdadero grito evangélico, se ha extendido a los
demás continentes, como fuerza de subjetivación liberadora en favor de las
enormes bolsas de sufrimiento de África y Asia.
Como era de esperar, desde ese marco
global la exigencia se hace sentir también hacia el interior de la sociedad y
de la misma Iglesia. Ante todo, como proyecto global: en la sociedad,
promoviendo una democracia verdaderamente real y participativa; en la Iglesia,
asumiendo en toda consecuencia su carácter de “pueblo de Dios”, con pleno protagonismo
del laicado. Y más en concreto, como necesidad de descubrir y potenciar desde
la fe los nuevos sujetos que están emergiendo de su marginación secular:
las mujeres, los jóvenes, los niños, los indígenas, la gente de color...
La simple enumeración indica su
importancia y la riqueza de su aportación. Teniendo en cuenta el proceso de
globalización de la cultura, la política y la economía, acaso serán ellos los
encargados de promover en el futuro la auténtica universalización de la
historia. En efecto, únicamente la riqueza de los movimientos sustentados por
estos grupos, como el ecológico, el feminista, los indígenas y los juveniles,
o, de una manera más difusa y abarcante, el rico movimiento del voluntariado y
las organizaciones no gubernamentales, pueden ir abriendo la posibilidad de una
democracia viva, participativa y real, rompiendo la uniformidad anónima de una
sociedad administrada[44].
3.2 La lógica de la fraternidad
Es evidente que un proyecto de tal
envergadura necesita un clima espiritual que lo envuelva, lo oriente y lo
alimente. Porque además no todo ha sido bueno y positivo en la entrada del
paradigma moderno. De hecho, el mismo proceso de la cultura secular lo ha
comprendido, como aparece sobre todo en los intentos de “crítica de la Ilustración”.
Intentos que, afortunadamente, no empiezan ni acaban con Adorno y Horkheimer[45], sino que se remontan ya a los grandes idealistas y prosiguen en
la viva discusión de nuestros días. Si hasta aquí nuestras reflexiones desde el
punto de vista cristiano han insistido en la necesidad de asumir en toda su
consecuencia la realidad del nuevo paradigma, ahora para concluir deberán
insistir con no menor energía en que tal asunción ha de hacerse de modo
crítico, uniéndose a todos aquellos esfuerzos que van en idéntico sentido.
1) Y lo cierto es que el cristianismo,
sin pretensiones monopolistas, tiene mucho que aportar, aunque sea por el
simple hecho de contar con la sabiduría y la perspectiva de una historia
milenaria. Contra el ingenuo optimismo de la primera Ilustración, por ejemplo,
esa historia le ha enseñado que la verdadera esperanza no necesita contar
siempre con la seguridad del triunfo, sin que por ello pierda valor el
esfuerzo. Lo cual puede contribuir a preservar a la humanidad de las dos
tentaciones terribles que la han asolado y siguen asolándola: el desánimo,
que abandona ante el fracaso, cayendo en el desencanto y la apatía o
desentendiéndose egoístamente del sufrimiento de los demás; y el absolutismo,
capaz de sacrificar millones de vidas presentes en aras de un futuro ilusorio.
La postmodernidad, que ha
reconocido con lucidez el segundo peligro (el absolutismo), puede ofrecer una
falsa salida acercándose demasiado al primero (el desánimo). Mientras que la
inicial generosidad de ciertas revoluciones puede pervertirse,
acercándose demasiado al segundo. La dialéctica cruz-resurrección, tan
específica del cristianismo[46], puede resultar aquí de una ayuda impagable, pues, al quitarle el
valor absoluto al fracaso, permite mantener viva la esperanza humilde y realista
del trabajo por lo posible.
Algo semejante cabría afirmar acerca de
la dificultad tan actual de encontrar una salida humanamente equilibrada al dilema
relativismo-absolutismo en los valores morales o a la tensión tolerancia-intolerancia-indiferencia
en las relaciones sociales; para no hablar ya del sangrante problema del racismo
y la xenofobia. Incluso de nuestros dolorosos errores en la historia,
los cristianos y cristianas debemos esforzarnos por sacar lecciones en favor de
equilibrios creativos, que de verdad ayuden a la humanidad.
Existe
otro capítulo global que merece ser al menos aludido. Ya Hegel había
comprendido que el gran peligro de la Ilustración residía en su tendencia a
cortarse de la profundidad infinita de lo humano, cayendo en el chato pragmatismo
de lo meramente útil[47]. Algo que ha sido confirmado tanto por la crítica de Heidegger a
la técnica[48] como por la de la Escuela de Frankfurt a la “razón instrumental”[49], y cuya verdad verificamos cada día en demasiados aspectos de
nuestra realidad cultural, ecológica, social y económica.
Se trata
de una dificultad estructural, que nunca resultará del todo eliminable, pues el
avance técnico y científico van siempre por delante del progreso moral y
espiritual. Husserl, con su alerta contra “la crisis de las ciencias europeas”[50]; Habermas, con su denuncia de la colonización técnica del “mundo
de la vida”[51]; o Alain Touraine, situando el problema fundamental de la
sociedad y la cultura actuales en la diástasis terrible entre la eficacia
instrumental, por un lado, y la identidad subjetiva y de sentido, por el otro[52], son algunos de los diagnósticos que apuntan con vigor hacia una
carencia decisiva. Se comprende bien que, en la búsqueda de un equilibrio menos
precario, deben juntar sus esfuerzos todas las instancias humanistas; y, en ese
sentido, no cabe duda de que a la religión le compete un rol muy especial,
acaso el de proporcionar ese “suplemento de alma” de que hablaba Bergson[53].
2) Pero sería peligroso no dar todavía un
paso más hacia una mayor concreción. Las proclamas de principio, siendo
importantes, corren siempre el riesgo de ser anuladas por las relaciones
pragmáticas que regulan la vida social, económica y política. En este sentido,
la caída del “socialismo real” puede inducir hoy un pragmatismo de segundo
grado, que, en nombre de la eficacia y la racionalidad, eclipse valores más
fundamentales, e incluso el valor absoluto de la persona. Expresándolo de un
modo acaso demasiado grosero, digamos que ahí puede ocultarse la gran trampa de
un neo-liberalismo, que absolutiza el mercado y eleva a principio rector
la consecución del grado máximo de riqueza, sin preocuparse ni de los costos
humanos de su producción ni de la justicia de su reparto. El peligro puede
hacerse muy sutil, cuando sus propugnadores se presentan como defensores de los
valores religiosos tradicionales, acaso de modo sincero, pero supeditándolos a esa
eficacia como principio supremo[54].
Desde luego los cristianos y cristianas
no podemos caer en la ingenuidad de negar toda validez a ese tipo de
propuesta, oponiéndole tan sólo una retórica de grandes ideales abstractos. No
se trata de negar el valor de la eficacia, sino de jerarquizarla, incluyéndola
en una lógica más amplia, que busque de verdad el servicio de todos.
Y la experiencia cristiana marca sin
lugar a dudas la dirección, que nace de su núcleo más íntimo: la lógica de
la fraternidad. Tomada en serio, esta lógica no puede rehuir la eficacia, y
basta recordar la gran parábola del juicio final, para comprender que se la
toma con mortal seriedad: “apartaos de mí..., porque tuve hambre y no me
disteis de comer” (Mt 25,41-42). Pero esa misma lógica, al estar dirigida hacia
los pequeños, los pobres y los marginados, tampoco puede ignorar que la
eficacia sólo es humana, si se deja regir por la universalidad, y esta sólo se
hace de verdad efectiva si está vivificada por la fraternidad[55]
Por eso el criterio último de la
actuación no es la ganancia —propia o del propio grupo—, sino el servicio
que se dirige a todos; aunque, para ello, sea preciso renunciar al
crecimiento ilimitado, dando, si es preciso, “la mitad de los bienes a los
pobres” y “devolviendo el cuádruplo” a los explotados (cf. Lc 19,8). Y ya se
comprende que, tomado en serio, esto nada tiene que ver con un “idealismo
religioso”, despreocupado de la eficacia o remitiéndola simplemente a un “más
allá” inverificable: se nos llama a amar “no de palabra ni de boca, sino con
obras y de verdad” (1 Jn 3,18), “pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no
puede amar a Dios, a quien no ve” (1 Jn 4,20). El Vaticano II lo ha expresado
con rango de principio irrenunciable: “La espera de una nueva tierra no debe
amortiguar, sino más bien avivar, la preocupación de perfeccionar esta tierra”[56].
Lo cual, ciertamente, exige de nosotros
implementar esta lógica de la fraternidad, buscando de manera creativa nuevas
formas y concreciones. No cabe, por ejemplo, renunciar a la racionalidad
instrumental, pero sí podemos y debemos ampliarla y humanizarla, traspasándola
con criterios de responsabilidad y compasión solidaria (por cierto, algo que,
según Walter Kern, fue lo que en su día supo hacer el monaquismo)[57].
No cabe tampoco ignorar que el avance
económico impone sacrificios; pero es preciso romper la lógica egoísta de
imponerlos siempre a los demás, tratando, en cambio, de asumirlos sobre nosotros en una lógica del servicio,
según aquello de Jesús: “los jefes de los pueblos tiranizan (...); pero entre
vosotros no puede ser así, ni mucho menos” (Mc 10,42)[58].
Algo parecido cabría decir de la ayuda
internacional. No puede, ciertamente, ser hecha de manera arbitraria e
indiscriminada. Pero ante un estilo de imponer condiciones interesadas, que en
definitiva pueden acabar convirtiéndose en un nuevo modo de intercambio
desigual, en una explotación encubierta o en una auténtica cautividad
babilónica mediante la deuda externa, es preciso buscar mecanismos que
introduzcan la gratuidad de aquel amor evangélico, capaz de “prestar sin
esperar nada a cambio” (Lc 6,35) o de dar “a los que no pueden corresponder”
(Lc 14,14).
Ya se comprende que las concreciones
podrían continuar. Pero lo decisivo es
el principio: los cristianos y las cristianas, al reconocernos junto a todos
los hombres y mujeres como hijos e hijas de un mismo e idéntico Padre, estamos
llamados a aportar al mundo la urgencia, a un tiempo realista y utópica, de
esta lógica fraternal. Una lógica que, por un lado, cuenta con la cruz de la
historia, sometiéndose a la paciencia de las mediaciones y aun a su posible
fracaso; y, por otro, no cede a la resignación ni renuncia a la urgencia.
Porque, contra lo que dice el tópico, “el cielo no puede esperar”, pues
el Reino está ya aquí “entre nosotros” (cf. Lc 17,21), presente en un simple de
vaso de agua dado a un pequeño (Mt 10,42), esperando ser conquistado con la
incruenta pero tenaz “violencia” del amor (Mt 11,12; Lc 16,16), acelerando el
avance, hasta que la creación “sea liberada de la servidumbre de la corrupción”
(Rm 8,21) y Dios pueda, por fin, “ser todo en todo” (1 Cor 15,28).
Hacer presente en alguna medida la fuerza
de esta llamada, uniéndola a los esfuerzos de todas las personas de buena
voluntad, constituye sin duda el mejor modo de testimoniar nuestra fe en el
Dios padre/madre creador y la mejor aportación que podemos hacer a este mundo
en trance de alumbramiento de un futuro que nos gustaría más igualitaria, libre
y fraternamente humano.
* Se trata de la versión, ligeramente
modificada y enriquecida, de una ponencia tenida ante la XXVII Asamblea Mundial
de Pax Romana, en Dobogókö (Hungría), 1996.
[1] Nueva sociedad, nueva izquierda, en I. Riera.- J.I.
González Faus..., De la fe a la utopía social, Sal Terrae, Santander
1996, 83-94.
[2] Esto implica, naturalmente, que la fundamentación apenas podrá
ser esbozada aquí: en los lugares correspondientes indicaré algunos trabajos
donde los temas son desarrollados con mayor amplitud. Muchos han sido escritos
antes en gallego, pero aquí indicaré siempre la versión castellana.
[3] Hablaré de “modernidad”, sin sentirme obligado a mencionar
expresamente la “postmodernidad”, pues no la considero un nuevo paradigma, sino
un episodio —ciertamente muy importante— dentro del paradigma global: no
lo sustituye, aunque sí obliga a ser muy críticos con sus pretensiones.
Algo que conviene tener en cuenta para toda la reflexión.
H. Küng ha prestado mucha atención
al concepto de paradigma, y estructura sobre él su visión del cristianismo
(parece dar por supuesto que la “posmodernidad” representa un paradigma nuevo):
cf. Das Christentum. Wesen und Geschichte, München 1994.
[4] “Dios como hipótesis de
trabajo moral, política, científica está eliminado y superado (…). Pertenece a
la honestidad intelectual dejar caer esta hipótesis de trabajo y excluirla en
la máxima medida posible. Un científico, un médico, etc., edificante es un híbrido”
(D. Bonhoeffer, Widerstand und Ergebung, ed. Siebenstern, München 41967,
177 (carta del 16 julio 1944).
[5] Estoy insinuando aquí el delicadísimo problema de la oración
de petición: una interpretación fundamentalista de la Escritura y de la
Tradición puede impedir ver la necesidad de una remodelación radical, so pena
de alimentar hoy —no se trata de juzgar el pasado— la imagen de un Dios
intervencionista, por un lado, y “tacaño”, “favoritista” o “arbitrario”, por
otro. Me permito remitir a mis trabajos Más allá de la oración de petición:
Iglesia Viva n. 152, 1991, 157-193; Recuperar la creación. Por una religión
humanizadora, Santander 1997, c. 6, 247-294.
[6] Sobre la importancia sintomática de este episodio —que
supondría la monstruosidad de un Dios capaz de hacerle creer a un padre que
debería matar a su hijo— me he ocupado en El sacrificio de Isaac: de la
muerte por la letra a la plenitud del símbolo, en F. García.-A. Galindo
(ed.), Biblia, Literatura e Iglesia, Public. Univ. de Salamanca 1995,
115-130; con una versión algo modificada: Do “Terror de Isaac” ó “Abbá” de
Xesús. Como ler criticamente a Biblia: Encrucillada 18/98 (1994) 325-342.
[8] A la letra: El señor don Juan de Porres, / de caridad sin igual,
/ por amor hacia los pobres / construyó este hospital. /... Pero antes hizo a
los pobres” (tomo la cita de L. González-Carvajal, Con los pobres contra la
pobreza, Madrid 1991,128).
[9] Ya se comprende, dada la gravedad de estas ideas, que su
fundamentación y justificación supone desarrollos más amplios. He intentado
hacerlos, por ej., en: Recuperar la salvación, Madrid, 1979, cap. II; Mal:
Conceptos Fundamentales del Cristianismo (Madrid 1993) 753-761); Replanteamiento
actual de la teodicea: Secularización del mal, “Ponerología”, “Pisteodicea”,
en M. Fraijó.- J. Masiá (eds.), Cristianismo e Ilustración. Homenaje al
Prof. José Gómez Caffarena en su 70 Cumpleaños, UPCO, Madrid 1995, 241-292; El
mal inevitable: Replanteamiento de la Teodicea: Iglesia Viva 175/176 (1995)
37-69.
[10] La justicia crea futuro, Santander 1989, 54.
[11] Comprendo que estas ideas,
expresadas tan en seco, puedan resultar abstractas ya acaso nada convincentes.
Permítaseme traer aquí el testimonio de una madre joven, en un curso de
espiritualidad en Sobrado de los Monjes (previamente al conocimiento de “esta
teología”). Su hijito es diagnosticado de una grave enfermedad, que obliga a
trasladarlo a un hospital de Madrid para ser operado. Llorando y “suplicando” a
la entrada del quirófano, de repente —contaba— “me dije a mí misma: ¿pero qué
hago? ¡Si Dios quiere a mi hijo mucho más que yo!”. Desde aquel momento su
oración cambió radicalmente. (Nótese, pues: no es que dejase de orar, sino que
empezó a orar de otra manera, creo que más intensa y, desde luego, mejor).
[12] Proceso y realidad, Buenos Aires 1956, 471 (modifico la
traducción).
[13] "En última instancia su afirmación es teológica",
contesta paradigmáticamente Horkheimer a Benjamin, a propósito del sentido
solidario de la historia (En carta del 16.3.1937, cit. en H. Peukert, Wissenschaftstheorie
- Handlungstheorie - Fundamentale Theologie. Analyse zu Ansatz und Status
theologischer Theoriebildung, Düsseldorf 1976, p. 279; cf. todo el
interesante tratamiento (pp. 283-324 y también P. Eicher, Bürgerliche Religion ,
München 1983, pp. 201-227. Cf. También M. Fraijó, Fragmentos de
esperanza, Estella 1992, 107-121; R.
Mate, Mística y política, Estella, 1990; La razón de los vencidos,
Barcelona 1991, 163-226 Para el problema general, cf. J.M. Mardones, Ideología
y Teología, Deusto 1979; J.J Sánchez, Wider die Logik der Geschichte,
Einsiedeln 1980.
[14] Kierkegaard, igual que antes de él Schelling, sabía muy bien que
“solamente la omnipotencia puede retomarse a sí misma
mientras se da, y esta relación constituye justamente la independencia de aquel
que recibe” (Diario, a cura di C. Fabro, Brescia 1962,
272). Sartre se refiere a este texto en su conferencia
de la Unesco, en 1966: El universal
singular, en Sartre, Heidegger..., Kierkegaard vivo, Madrid 1968,
37-38. Acerca de
este aspecto en Schelling, cf. W. Kasper, Das Absolute in der Geschichte, Mainz 1965, 237 (alude también
al texto de Kierkegaard).
[15] Cf. Platón, Fedro
247ª; Timeo 29d-e; Teeteto 151 c-f; Aristóteles, Metafísica
A 982b-983a; Hegel, Lecciones de Historia de la Filosofía II, Madrid
1955, 198-199; Lecciones sobre filosofía de la religión I, Madrid 1984,
263; Lecciones sobre las pruebas de la existencia de Dios, Madrid 1970,
67-69.
[16] Enuma Elish. Poema babilónico de la creación, tabl. VI,
7-8; cf. Ibid. 34 (Trad. de F. Lara Peinado, Madrid 1994, 77.78).
[18] Las ideas de este apartado están desarrolladas en mi libro antes
citado Recuperar la creación.
[19] Proceso y realidad, cit., 464-465. Cf. también la
exposición, menos precisa pero con observaciones ricas, que hace en El
devenir de la religión, Buenos Aires 1961.
[20] Cf. el excelente estudio, rico en referencias, de A. Gesché, L'homme
créé créateur: Revue Théologique de Louvain 22 (1991) 153-184; ahora puede
verse en su libro Dios para pensar. I El mal. el hombre, Salamanca 1995,
233-268.
[21] "La iglesia católica nada rechaza de lo que en estas
religiones [no cristianas] hay de verdadero y santo. Considera con sincero
respeto los modos de obrar y de vivir, los preceptos y doctrinas, que, aunque
discrepan en muchos puntos de lo que ella profesa y enseña, no pocas veces
reflejan un destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres. (...)
Por consiguiente, exhorta a sus
hijos a que, con prudencia y caridad, mediante el diálogo y la colaboración con
los adeptos de otras religiones, dando testimonio de la fe y la vida cristiana,
reconozcan, guarden y promuevan aquellos bienes espirituales y morales, así
como los valores socio-culturales, que en ellos existen" (Nostra aetate,
n. 2). En este aspecto, Juan Pablo II ha usado expresiones claras y
contundentes, que, a pesar de las críticas, suponen, a nivel oficial, un gran
paso adelante: Cruzando el umbral de la esperanza, Barcelona 1994,
93-113.
[22]La fundamentación de estas ideas, que se apoya sobre todo en la
obra de K. Rahner, E. Schillebeeckx y W. Pannenberg, puede verse en mi obra La
revelación de Dios en la realización del hombre, Madrid 1987.
[23] Idea en la que, con particular energía, ha insistido siempre E.
Schillebeeckx; cf. principalmente Cristo y los cristianos. Gracia y
liberación, Madrid 1982
[24] Ya se comprende que de este modo no se niega toda la
verdad a la categoría de “elección”, pues Dios no obra “como si” y toda
especificación de la relación le da una coloración particular. Pero la
categoría queda transformada radicalmente, porque, si todos somos en verdad
“elegidos”, la elección pierde toda connotación particularista. En realidad,
sería mejor abandonar la palabra, pues se trata de una categoría peligrosa que,
como repetidamente advirtieron ya los profetas, la soberbia y la voluntad de
poder tienden a apoderarse de ella, para utilizarla contra los demás.
[25] De lo difícil que resulta
aceptar de verdad esta visión, puede dar idea mi conversación con un eminente
intelectual judío (muchos teólogos cristianos reaccionarían igual). Leyó este
ejemplo y le gustó, pero con una corrección: el profesor, de antemano y por
su cuenta, se escoge un grupo en la clase, al que cuida para, a través de
él, llegar a los demás.
[26] Cf. mis trabajos: El diálogo de las religiones, Cuadernos
Fe y Secularidad, Madrid 1992; “Inreligionación”, en A la raíz.
Búsqueda de un lenguaje común para el verdadero diálogo interreligioso. II
Congreso Internacional a distancia. Crislam, Madrid 1994, 167-182; Cristianismo
y religiones: “inreligionación” y “universalismo asimétrico”: Sal Terrae
84/1 (1997) 3-19.
[27] Como introducción, véanse al respecto las consideraciones de J.
Dupuis, Gesù Cristo incontro alle religioni, Assisi, 1989, 27-120 (hay
trad. cast.).
[28]The Significance of the History of Religions for the Systematic
Theologian, en Geschichte der Religiösen Ideen,
hrsg. von J.C. Brauer, New York 1966.
[29]Cf. principalmente Projekt Weltethos, München-Zürich 1990 y
H. Küng.- K.J. Kuschel (hrsg.), Weltfrieden durch Religionsfrieden.
Antworten aus der Weltreligionen, München-Zürich 1993.
E.B. Borowitz, en su contribución a
la segunda de las obras citadas (p. 67-91; princ. p. 79-81), pretendiendo que
aceptar lo humanum como criterio llevaría a crear un “supersistema” por
encima de las religiones, muestra con claridad el dualismo a que lleva no tomar
en serio el carácter puramente amoroso e infinitamente transitivo de la
creación.
[30] K. Rahner y H. Fries, La unión de las Iglesias. Una
posibilidad real, Barcelona 1985 (original 1985), 173. Las reticencias
oficiales ante esta propuesta eran de esperar. Las de otros, como Y. Congar,
que lo encuentra “demasiado optimista” y aun “quimérico” (J. Bosch, Un diálogo
con el P. Congar: Cultura Religiosa n. 386, 1990, 21-24), tal vez tengan su explicación en un cierto
“estrechamiento eclesiológico”, por la misma dedicación de su pensamiento a
problemas casi exclusivamente eclesiales o intracristianos.
[31] Esta última idea está influyendo notablemente la exégesis de los
Evangelios: resulta muy ilustrativa para nuestro propósito la discusión
americana al respecto: cf. B. Chilton, The Kingdom of God in Recent
Discussion, en Studying the Historical Jesus : Evaluations of the State
of Current Rescarch, ed. by B. Chilton and C. A. Evans, Leiden-New
York-Köln-Brill 1994, 255-280.
[32] Corresponde a una afirmación del libro Monseigneur des autres
Paris 1989, que la traducción española ha convertido, con acierto, en título
(Santander 1989).
[33] Los hombres como relato de Dios, Salamanca 1994, 29-41.
[34] Es lo que expresó Karl Rahner, al afirmar que la cristología
es la “realización radical” de la
antropología, en cuanto que la humanidad de Jesús es suprema no “a pesar de”
ser asumida, sino “porque” es asumida (Curso fundamental sobre la fe,
Barcelona 1978, 268). L. Boff traduce de manera distinta pero no menos enérgica
la misma idea: “humano asim como Jesus só pode ser Deus mesmo” (Jesus Cristo Libertador, Petrópolis
1976, 193); cf. “quanto mais homem se apresenta Jesus, tanto mais se manifesta
aí Deus. Quanto mais Deus é Jesus tanto mais se revela aí o homem” (p. 195).
[35] Sobre este grave problema me permito remitir a mi trabajo La
democracia en la Iglesia, Madrid 1995.
[36] Cf. H. Arendt, Essai sur la Révolution, Paris 1967, 32-33;
cit. por P. Valadier, La iglesia en proceso, Santander 1990, 109-110, un
libro extraordinariamente lúcido, que bien merece un seria meditación en este
contexto.
[37] Cit. por M. Fraijó, Una Iglesia en el mundo y para el mundo:
Éxodo n. 33 (1996) 29 (cf. K. Barth, KD 4/1, 718. 721. Siguen conservando
validez las reflexiones de K. Rahner, Cambio estructural de la Iglesia,
Madrid 1974, como llamada al coraje reformador y apertura valiente al futuro.
[38] El concepto, popularizado por K. Jaspers (Origen y meta de la
historia, Madrid 41968, principalmente 1ª parte, pp. 15-112), está recibiendo una
creciente atención, sobre todo en la literatura anglosajona: cf. las
consideraciones y referencias de J. Hick, An Interpretation of Religion.
Human Responses to the Transcendent, London 1989, pp. 21-69 (referencias en
p. 35 nota 9). También U. Mann, Das Christentum als absolute Religion,
Darmstadt 1970, pp. 99-119, ofrece importantes consideraciones.
[39] Lecciones sobre la filosofía de la historia universal,
Madrid 1974, 67-69.
[40] También en esto ha insistido Hegel: cf. la reafirmación de sus
ideas en W. Pannenberg, Person: RGG 5 (1961) 230-235 y Anthropologie
in theologischer Perspektive, Göttingen 1983, 228-235.
[41] He intentado mostrar la importancia de esta lógica en Jesús,
“proletario absoluto”: la universalidad por el sufrimiento, en Repensar
la Cristología. Sondeos hacia un nuevo paradigma, Estella 1996, 25-36.
[42] J.B. Metz, La fe en la historia y en la sociedad, Madrid
1979, 88; la obra, un tanto antigua, sigue siendo fundamental, aunque Metz ha
ido perfilando, profundizando y precisando aspectos.
[43] Desde el comienzo mismo con G. Gutiérrez, Teología de la
liberación, Madrid 1972, princ. p. 369-375; sobre los distintos matices de
este fundamental concepto en el magisterio y los teólogos de la liberación, cf.
J. Lois, Teología de la liberación. Opción por los pobres, Madrid 1986.
[44] Resulta sugerentes al respecto las reflexiones de P. Richard, La
Iglesia de los Pobres (Desde América Latina - hacia el año 2000): Éxodo n.
33 (1996) 21-25 y J. García Roca, Solidaridad y voluntariado, Santander
1994.
[45] Dialektik der Aufklärung (1947), Frankfurt a. M. 1978.
[46] Algo, por ejemplo, ajeno al Islam y que puede estar en la raíz de
ciertos fundamentalismos: cf. las lúcidas observaciones al respecto en el
diálogo entre J. van Ess y H. Küng, Islam y Cristianismo, en H. Küng.-
J. van Ess..., El cristianismo y las grandes religiones, Madrid 1987,
21-175
[47] Principalmente en el cap. VI de la Fenomenología del Espíritu,
trad. cast. de W. Roces, México 1966, 317-392 y Glauben und Wissen,
Werke in 20 Bde., Suhrkamp, Bd. 2, 287-433. Cf., entre otros muchos, E. Jüngel,
Dios como misterio del mundo, Salamanca 1984, 93-107; A. Léonard, La
foi chez Hegel, Paris 1970, 43-67; R. Mate, La crítica hegeliana de la
Ilustración, en R. Mate.- F. Niewöhner, La Ilustración en España y
Alemania, Barcelona 1989., 47-68.
[48] cf. Die Technik und die Kehre, Pfullingen 1962.
[49] Cf. M. Horkheimer, Zur Kritik der instrumentellen Vernunft,
Frankfurt a. M. 1967; cf. también J. Habermas, Theorie des kommunikativen
Handels I, Frankfurt a. M. 1981, 489-533.
[50] Die Krise der europäischen Wissenschaften und die
transzendentale Phänomenologie, Huss. VI, Den Haag 1954; 21962
[51] Cf. principalmente, Theorie des kommunikativen Handels II,
Frankfurt a. M. 1981, 171-293. 548-593
[52] Cf. Crítica de la modernidad, Madrid 1992; ¿Qué es la
democracia?, Madrid 1994.
[53] “Or, dans ce corps démésurément grossi, l'ame reste ce qu'elle
était, trop petite maintenant pour le remplir, trop faible pour le diriger.
D'où le vide entre lui et elle. D'où les redoutables problemas sociaux,
politiques, internationaux, qui sont autant de définitions de ce vide et qui,
pour le combler, provoquent aujourd'hui tant d'efforts désordonnés et
inefficaces: il y faudrait de nouvelles reserves d'énergie potentielle, cette
fois morale. Ne nous bornons donc pas à dire, comme nous le faisions plus haut,
que la mystique appelle la mécanique. Ajoutons que le corps agrandi attend un
supplément d'ame, et que la mécanique exigerait une mystique” (Le deux
sources de la morale et de la religion, ed. du Centenaire, Paris 1963,
1239).
[54] En España J.M. Mardones se ha ocupado, repetidamente y con
agudeza evangélica, de este problema: cf. princ. Cristianismo y Religión. La
religión política neoconservadora, Santander 1991.
[55] “Dans le slogan traditionel —liberté, égalité, fraternité— la
société française a sans doute placé l’accent sur le deuxième terme et la
société américaine sur le premier, mais l’un et l’autre, en occultant le
troisième, on fait de ce monde une jungle, où la liberté et l’égalité
deviennent équivoques, car seule la ‘fraternité’ —l’amour effectif, qui, au
minimum, ne veut pas de violence pour but— est capable de rendre véridiques
l’égalité e la liberté” (G. Morel, Questions d’homme. I Conflits de la
Modernité, Paris 1976, 248).
“He echado un vistazo a las
declaraciones de los derechos humanos a partir de la Bill of Rights (Londres
1689). Creo que la libertad e igualdad
aparecen en todas; no así la fraternidad.
Hay una alusión implícita a ella en el artículo último de la Declaración
de derechos de Virginia (Estados Unidos 1776). ‘... es un deber
mutuo de todos practicar la benevolencia cristiana, el amor y la caridad de los
unos para con los otros’. La Declaración
de los derechos del hombre y del ciudadano (París 1789) no incluye la
fraternidad entre los valores soberanos.
El artículo primero de la Declaración universal de derechos humanos de
las Naciones Unidas (París 1948) invita a todos los seres humanos a ‘comportarse
fraternalmente los unos con los otros” (A. Chavarri, Perfiles de nueva
humanidad, Salamanca 1993, 274).
[57] Lo recuerda J.M. Mardones, O.c., 217.
[58] Esta idea ha sido bien desarrollada por el teólogo brasileño de
origen coreano Jung Mo Sung, Teologia e nova ordem económica, en la obra
en colaboración Trabalho: crise e alternativas, Sâo Paulo 1996;
sintetizado en Jornal Fraternizar 9/92 (1996) 14-18.
Comentarios
Publicar un comentario