Segundo Domingo del Tiempo de la Promesa: Somos Iglesia llamada a la conversión
Segundo
Domingo del Tiempo de la Promesa.
Mt
3,1-12
Somos
Iglesia llamada a la conversión
1.
El
texto en su contexto.
Existe total
coincidencia entre los cuatro Evangelios en que el inicio de la actividad
profética de Jesús se da en el entorno de Juan el Bautista (Mc 1,1; Mt 3,1; Lc
3,1; Jn 1,19-36).
Juan se instala en el
desierto de Judea (3,1), una zona árida y montañosa, poco poblada, al norte de
la ciudad santa de Jerusalén, en las inmediaciones del río Jordán (3,6). Este
lugar no fue elegido por Juan por casualidad. Hay una clara intencionalidad de
recordarle al pueblo sus orígenes. Siglos antes, Josué había cruzado junto al
pueblo por ese lugar (Jos 3). Era el símbolo del cumplimiento de la Promesa
hecha por Dios a Abraham (Gn 12,2-3) que repitió a todos los patriarcas hasta
los tiempos del gran profeta Moisés. Juan
llevó al pueblo al punto mismo donde habían tomado posesión de la tierra prometida
por Dios a los patriarcas, donde habían renovado la Alianza en la celebración
pascual (Jos 5).
Claramente, Juan tenía
el propósito de renovar ese gesto de fidelidad de los antiguos padres. El
pueblo debía renovarse, cambiar de actitud, volverse a la Alianza. El pecado se
había instalado en medio del pueblo. La injusticia, la falta de solidaridad, el
ritualismo habían hecho estragos en la experiencia de fe del pueblo. Era
necesario volver a las raíces, reecontrarse con su identidad, despojarse de
todo aquella tradición que les había alejado de la experiencia fundante de fe.
De ahí la invitación del profeta: “Vuélvanse a Dios porque su Reinado está
cerca” (3,2).
Juan reaviva la
esperanza del pueblo proclamando una antigua promesa que los profetas
recordaban periódicamente al pueblo (Dn 2,44), que fue la síntesis del mensaje
de Jesús (Mc 1,15; Mt 4,23; Lc 4,43), el bien más preciado que nos invita a poseer
(6,33; 13,44-46), que crece en medio nuestro y da su fruto
(13,3-8.18-32.36-43), que es comparable a una gran fiesta (8,11; 22,2-14;
26,29; Lc 14,15-24; 22,30), que Jesús hace presente con sus acciones (12,22-28;
Lc 11,14-20). Pero participar en el
Reinado de Dios implica cambio en la forma de pensar y actuar cumpliendo las
condiciones (5,3-10; 7,21; 18,3; 19,16-21; 21,29-32; 22,11-14; 25,1-13; Mc
10,14-15; Lc 18,29; 19,11-27; Jn 3,3-5).
El ministerio de Juan
había sido anunciado por el profeta Isaías (Mt 3,3 cf Is 40,3). Pero no era un
profeta cualquiera, se vestía como el
profeta Elías (2Re 1,18 cf Zac 13,4) y practicaba un rito de purificación en
agua (Mc 1,4). Se levantaba como la conciencia moral del pueblo invitándoles a
cambiar de actitud.
El Espíritu profético
había sido silenciado. Desde Malaquías (460 aC) hasta Juan (27 dC) no hubo
profetas en Israel. Sin lugar a dudas, el ministerio profético de Juan generó
muchas cosas, además de reavivar la fe en la Promesa de Dios, por ejemplo la
inquietud y preocupación entre los “técnicos”
de lo sagrado; de ahí la presencia de fariseos y saduceos en los bautismos de
Juan (3,7) a quienes el profeta rechaza categóricamente (cf 12,34; 23,33) enfrentándolos
a su mediocridad e invitándoles a una coherencia de vida (3,7-10). Esta llamada
de conversión a las autoridades religiosas estaba acompañada de la promesa
divina: el bautismo en el Espíritu Santo (3,11) que se cumplirá en Pentecostés
(Hch 2).
2.
El
texto en nuestro contexto.
Como Iglesia de
Jesucristo, nos encontramos transitando el Tiempo de la Promesa, cuyo mensaje
central es la esperanza. No una espera alienante y adormecedora, capaz de
controlar y dominar las conciencias, aspecto que muchas denominaciones
cristianas enfatizan. Muy por el contrario, la espera cristiana es una espera
activa, transformadora, portadora de liberación y sanación.
Necesitamos volver a
nuestros orígenes para redescubrir nuestra identidad. A lo largo de los siglos
hemos transformado a la Iglesia de Jesucristo en “el negocio de lo sagrado” poniendo
énfasis en la espiritualidad y en la salvación de las almas. Nada más lejos del
mensaje liberador, sanador e inclusivo de Jesucristo (Lc 4,18-21) al que Juan
el Bautista se adelanta (Mt 3,2).
El Reinado de Dios en
medio de la humanidad no está relacionado a la vida cúltica ni a las cosas
sagradas, esas son expresión de la cultura. El Reinado de Dios en medio de la
humanidad está directamente relacionado con aquellas cosas profanas, pero que
dignifican la vida humana: saciar a personas con hambre, visitar a personas enfermas
y presas, acompañar a quienes viven en soledad, consolar a quienes viven en la
tristeza y desesperación, prestar nuestra voz a las personas silenciadas, respetar
a todas las personas … cuando las antiguas comunidades dan testimonio de Jesús,
no nos relatan que oraba mucho o que iba mucho al templo, dan testimonio de él
diciendo: “pasó haciendo el bien” (Hch 10,38).
Las discípulas y los
discípulos de Jesús, tenemos que ser la voz que se levanta contra un sistema
religioso que oprime, que enferma, que somete, que inhabilita a las personas;
que denuncia las injusticias religiosas y eclesiales expresadas en los juicios,
las condenas, la discriminación y la exclusión; que anuncia que otra Iglesia es
posible, aquella donde Dios gobierna con justicia y solidaridad.
Hoy más que nunca, las
Iglesias necesitan enfrentarse a la denuncia profética para redescubrir su
identidad de pueblo de Dios en medio de la humanidad (5,13-16), llamada a
servir y no a ser servida (20,28), a devolver la voz a las personas silenciadas
(Mc 9,14-29), a liberar de las parálisis del miedo y la indiferencia (Mc
2,1-12), a sanar de la lepra que excluye y discrimina (8,1-4), a enseñar a
escuchar (Mc 7,34), a compartir su mayor riqueza (Hch 3,6-8): la experiencia de
fe en Jesucristo el Maestro y el Señor (Jn 13,13-15).
Nosotros y nosotras,
mujeres y hombres de fe, somos interpelados por Juan el Bautista, a abandonar
nuestros lugares sagrados para construir la esperanza entre quienes han sido
expulsados del sistema religioso, entre quienes han sido silenciados y
silenciadas, invisibilizados e invisibilizadas. Asumir este ministerio
profético nos obliga a no ser cómplices de los sistemas religiosos que bajo la
denominación de “cristianos” no son sanadores, liberadores e inclusivos.
Nosotros y nosotras, la
Iglesia Antigua – Diversidad Cristiana queremos ser la voz que grita en medio
de la sociedad y del cristianismo, levantando la esperanza de las personas
excluidas: Dios está cerca de ustedes. Dios optó por ustedes. Y pobre, de la
iglesia cristiana que no cumpla el mandato evangélico porque está condenada a
la desaparición.
Buena semana para todos
y todas. Una semana de promesas y esperanzas +Julio.
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