Despedirse del mundo de arriba - De la heteronomía a la autonomía
En el marco de la temática que venimos compartiendo en las reflexiones semanales, presentamos el capítulo de un libro que ilustra la temática desde una perspectiva innovadora, ubicándonos en una lectura postmoderna, sobre aspectos de nuestra fe cristiana.
Obra: “Otro cristianismo es posible”
Hasta el siglo XVI,
en todas las culturas del pasado incluyendo el occidente cristiano y aún hoy en
la gran mayoría de los cristianos, se tiene la idea de que este mundo nuestro
depende absolutamente de otro mundo, al que se lo piensa y representa de
acuerdo al modelo nuestro. En la visión cristiana, esto significa que estaría
gobernado por un Señor divino, lleno de poder (en el politeísmo esto sería una sociedad
de señores), como era usual en la sociedad de antaño, con una corte de
cortesanos y servidores, lo que en el modo cristiano se traduce por santos y
ángeles. Este Señor Todopoderoso dicta leyes y prescripciones, vela por que éstas
se cumplan con exactitud, amenaza, castiga y ocasionalmente perdona.
Espontáneamente se
piensa que ese mundo está colocado «sobre» el nuestro, por eso se lo llama sobrenatural
y también cielo, aunque en un sentido distinto al del firmamento. En ese mundo
de arriba se sabe y conoce todo, hasta lo más recóndito. Cualquier conocimiento
humano es inferior en comparación con aquél. Felizmente, de vez en cuando ese
mundo nos comunica lo que él considera que es indispensable saber, y no podríamos
descubrirlo por nosotros mismos. La buena voluntad, al menos latente, de aquel
mundo de arriba fundamenta, a la vez, la esperanza de que -mediante plegarias
humildes y dones- lograremos conseguir una parte de las innumerables cosas que
necesitamos y no podemos alcanzar con nuestras propias fuerzas. De ahí las
súplicas y el cumplimiento de
promesas, sacrificios y dones, como también otros intentos por captar el favor
de los gobernantes, especialmente cuando se tiene temor de haber provocado su
ira. Este miedo es uno de los múltiples signos que revelan la representación
que nos hacemos de Dios, como un poderoso, fácilmente irritable y siempre temible,
de acuerdo con el modelo humano. Por otro lado, ese otro mundo promete
felicidad eterna en los patios celestiales, a quien haya hecho méritos mediante
sus buenas obras –así es como lo imaginan cristianos y musulmanes-.
A diferencia del
Judaísmo y el Islam, religiones que se remontan hasta Abraham, el Cristianismo
enseña que hace unos 2000 años, Jesús de Nazaret, revestido con poder y
sabiduría divinos, Dios en forma humana, bajó de aquel otro mundo hasta nuestro
planeta para volver al cielo después de su muerte y resurrección. Antes de su Ascensión
a los cielos, instaló un vicario al que hizo partícipe de su poder total. Este
poder se ha ido traspasando de vicario en vicario.
Cada uno de estos
sucesores inviste a los diversos miembros de la jerarquía eclesiástica en sus
grados descendentes, con lo cual estos jefes subordinados quedan habilitados en
derecho para dar órdenes.
Gracias a su
vinculación con el Dios Hombre, cada uno de los vicarios de Jesucristo se
mantiene en estrecho contacto con ese mundo de Dios que todo lo sabe. Esa es la
garantía con que cuenta la jerarquía de la iglesia para conocer, mejor que el
pueblo fiel, lo que es verdadero, lo que es falso y lo que exige ese mundo de
arriba. Esto significa, que la jerarquía eclesiástica cuenta con una autoridad
divina y, por tanto, infalible, de magisterio.
Heteronomía
Este es un resumen
muy simplificado, y por ello ligeramente deformado, de las representaciones
cristianas tradicionales. A este universo mental se lo llama heterónomo,
porque nuestro mundo es completamente dependiente de aquel otro (en griego: héteros)
que produce prescripciones (en griego: nomos) para el nuestro. Sin embargo
la existencia de aquel otro mundo es un axioma, esto significa: un postulado
que es tan imposible de probar como de contradecir.
Un axioma puede
parecer evidente, pero es y sigue siendo un punto de partida no obligatorio,
que se elige libremente. Quien lo acepta, lo hace sólo porque le parece
razonable y confiable. Lo mismo vale para la aceptación de la existencia del
mundo paralelo.
Pareciera ser que en
el ser humano hay una inclinación espontánea a aceptar este axioma. Pues de lo
contrario no se explica la naturalidad con que la humanidad ha pensado en forma
heterónoma durante milenios. Quien como cristiano prefiere seguir en este
axioma se halla bien acompañado: todo el Antiguo y Nuevo Testamento, toda la
herencia de los Padres de la iglesia, toda la escolástica, los concilios, incluyendo
al Vaticano II, toda la liturgia, los dogmas y su elaboración teológica parten
del axioma de los dos mundos paralelos.
Jesús mismo y los
«apóstoles y profetas» sobre los que se funda el credo cristiano han pensando
en forma heterónoma.
Autonomía
En el siglo XVI se
comienza a percibir una fina grieta en la unanimidad con que se acepta este
otro mundo. El desarrollo de las ciencias exactas iniciado en Europa en ese
siglo, lleva a la convicción de que la naturaleza sigue sus propias leyes, que
la regularidad de las mismas puede calcularse, que se pueden prever sus
consecuencias y también tomar precauciones en previsión de ellas. Una vez que se conoció que el
rayo era una descarga eléctrica gigantesca y se encontró el medio para
resguardarse en el pararrayos y en la jaula de Faraday, los salmos
penitenciales, el agua bendita y las ramas de palma terminaron de prestar sus
servicios como protectores contra los rayos.
Como buenos hijos de
una época con pensamiento heterónomo, los científicos de la primera generación,
siguieron pensando de manera heterónoma. Pero sin darse cuenta de ello, sus
descubrimientos de las regularidades y leyes internas del cosmos excluían de hecho
las intervenciones desde aquel otro mundo. De continuar estas últimas, habrían
quedado sepultadas todas las certidumbres científicas, pues los poderes
sobrenaturales harían imposible la ciencia. Y se hubiera hecho imposible la
cultura tecnológica que se apoya en los resultados confiables de la ciencia.
Por ello, en el pensamiento científico no quedó ningún espacio libre donde
cupiera la heteronomía.
La batuta que dirige
la danza cósmica no es ultraterrena: el cosmos obedece a su propia (en griego: autós)
melodía, sus propias leyes (en griego: nomos), es autónomo. Un nuevo
axioma, opuesto al de la heteronomía, hacía su entrada y desplazaba poco a poco
al antiguo.
El ser humano
pertenece también al mundo. Incluso se lo puede llamar (provisionalmente) el
más alto grado del desarrollo cósmico.
Debe ser, pues,
igualmente autónomo, y debe poder encontrar en sí mismo su propia norma ética.
Al cantar en todos los tonos la grandeza y dignidad humana, el humanismo del
siglo XV allanó el camino para esta segunda conclusión. El nuevo axioma de la
autonomía fue penetrando lentamente
y casi siempre de manera inconsciente toda la cultura occidental, comenzó por
la capa intelectual de más arriba, para luego alcanzar hasta grupos más amplios
de población en los siglos XVIII y XIX. Signos de ello fueron el comienzo de la
exitosa batalla contra la brujería y el demonismo del siglo XVII, la supresión de
la tortura como medio procesal en el siglo XVIII, la primera declaración de los
derechos humanos al fin de ese siglo, la lucha contra la esclavitud y la penetración
incontenible de la idea democrática, llamada entonces liberalismo, que fuera
condenada lamentablemente por una jerarquía eclesiástica teñida de autocracia.
Se llamó modernidad al resultado de este gran oleaje echado a andar en la
cultura occidental bajo el impulso del humanismo y de las ciencias. A él
pertenece también la llamada posmodernidad, la cual no es una negación ni una
supresión de la modernidad, sino más bien su autocrítica. Todos somos más que
contemporáneos y espectadores de esta modernidad (y posmodernidad): somos sus
hijos, portadores y personificaciones.
El rayo no fue el
único fenómeno en el que la modernidad reconoció la acción de fuerzas
intramundanas; hubo también otros hechos de naturaleza física y psíquica, que
hasta ese momento se habían interpretado como intervenciones de poderes
sobrenaturales, como las epidemias, terremotos, ataques epilépticos, sanaciones
repentinas, estigmas, voces interiores, sueños, apariciones, visiones.
Esto hizo que los
denominados encuentros con aquel otro mundo se hicieran cada vez más
escasos, hasta que finalmente dejaron de darse. Se desvanecía así la
persuasión, hasta entonces no puesta en duda, de que el otro mundo superior
intervenía y podía intervenir como quisiera, castigando y vengando o ayudando y
sanando. Esto no significaba que se negara su existencia. Seguía existiendo,
sólo que no se veían ya más signos o huellas de su eficacia. Pero de lo
ineficaz a lo irreal no hay más que un paso. El mundo occidental dio este paso durante
el siglo XIX y así comenzó a tañer a la «muerte de Dios» y al nacimiento del
ateismo moderno.
Ateísmo y antiteísmo
La existencia de este
libro da pruebas de que el axioma de la autonomía no debe terminar
necesariamente en la negación de Dios.
Son más bien factores
históricos y por tanto casuales los que determinan el origen del ateísmo y
especialmente las formas virulentas de antiteísmo. Entre esos factores, el
principal es el impacto negativo de una institución eclesiástica rígida. En
otras palabras: si ella hubiera tenido una actitud más abierta, la Ilustración
habría tomado otro camino. Pero, en la ilusión de que la heteronomía pertenecía
a la esencia misma del mensaje cristiano y no era sólo un esquema mental útil
para un tiempo, la jerarquía de la iglesia negó la autonomía del cosmos que se
hacía evidente a los ojos del espíritu moderno. Para ello apeló a conocimientos
que venían de un mundo distinto, del que no podía dar ninguna prueba. Y por si
eso no bastara, recurrió a los medios de poder mundanos con los que contaba
para impugnar el pensamiento de la autonomía. Este último, sugería que los
resultados científicos no podían ser descartados en razón de dogmas religiosos
o filosóficos, y que en caso de contradicción entre ciencia y dogma, la verdad
estaba del lado de la ciencia más que del dogma. De ahí surgió un pánico de
que, junto al dogma, se derrumbara toda la iglesia y así perdiera su pedestal
divino. Las primeras víctimas de este miedo fueron los partidarios de la
evolución, y más tarde los modernistas.
La jerarquía de la
iglesia batalló con toda sus fuerzas contra la conciencia cada vez más clara de
que el ser humano, como cima de la evolución cósmica, es autónomo. Es decir que
tiene derechos absolutos e intangibles: derecho absoluto a ser respetado, a una
libertad de conciencia y de religión, a una libre expresión, a participar en la
toma de decisiones que le conciernen, lo que dicho de otro modo es la
democracia. Para una iglesia autocrática, estas cosas eran inaceptables.
En el año 1832 el
Papa Gregorio XVI condenó la idea de la libertad de
conciencia como «un absurdo y un devaneo de enajenados mentales que emana de la
hedionda fuente del indiferentismo». Y aún en el año 2000, tras dos siglos de
modernidad, la jerarquía romana sigue pensando que la democracia interna en la
iglesia y la igualdad de derechos de la mujer siguen siendo condenables.
Esta forma
autoritaria de pensamiento tuvo relación, al menos inconscientemente, con otro
miedo demasiado humano: el de tener que abandonar posiciones de poder que
habían sido construidas cuidadosamente. Aprobémoslo o no, el Vaticano es un
aparato de poder. Es cierto que el poder no es algo en sí condenable, como lo son
el hambre de poder y el abuso del mismo, y estos acechan siempre donde hay
poder. Según el conocido dicho de Lord Acton, observador agudo del Concilio
Vaticano I y crítico acérrimo del dogma de la infalibilidad papal allí
proclamado: El poder corrompe, y el poder absoluto corrompe absolutamente.
Por mucho que el evangelio exhorte en cada página a renunciar al poder y a la
riqueza, ello parece serle difícil hasta a una iglesia que predica el
evangelio.
La modernidad y la
«muerte de Dios»
La resistencia de la
iglesia contra modos de ver que parecían naturales o evidentes a toda persona
razonable, produjeron irritación en el humanismo moderno. Y la molestia que la
institución eclesiástica produjo con esto dañó también al axioma que ella
defendía: la existencia de otro mundo que todo lo dirigía y a quien ella
representaba con plenos poderes. Y
como a «Dios» se lo situaba siempre en ese otro mundo, también «Dios» se vino
abajo junto con él en la cultura moderna. Por lo demás, esa ruina estaba
prevista desde hacía tiempo, pues poco a poco se había ido descubriendo que lo
que antes se atribuía a intervenciones divinas eran sólo fenómenos
intramundanos.
Las consecuencias
podrían haber sido menos fatales, si se hubieran tenido los
ojos abiertos y se hubiera visto la profundidad sagrada que hay en cada
fenómeno del mundo y detrás de todos ellos, pues entonces los modernos habrían
vuelto a encontrar a Dios en todas partes. Pero la modernidad redujo el
asombroso milagro del cosmos a un juego de factores mecánicos y trató de
dominarlo mediante ecuaciones matemáticas. Para liberarse de la presión de un
Dios-en-las-alturas que era utilizado como medio de poder por la iglesia
premoderna para rechazar las justificadas exigencias del humanismo, se le
cerraban las puertas también a un Dios-en-la-profundidad.
El resto lo hizo la
fascinación de lo que el saber y el poder humanos pueden frente
a la profundidad que tiene lo real. Pareciera que el ojo no ve con la misma
claridad lo que está a sus pies, y lo que aparece en el horizonte.
En los siglos XIX y
XX, fueron catastróficas las consecuencias de mantener a la heteronomía como
parte del mensaje de la fe y el rechazo a priori de cualquier otra formulación
tachándola de heterodoxa. En el futuro esta actitud amenaza con hacer más daño todavía,
porque el mundo occidental tiende a alejarse cada vez más rápidamente de la
imagen premoderna del mundo, cuyo fundamento es la heteronomía. Para asegurar
el futuro de la iglesia pasa a ser extraordinariamente urgente, traducir la
doctrina de la fe al lenguaje de la modernidad. Hacerlo significa consagrarse a
la tarea de una inculturación del cristianismo, pues sólo así puede sembrarse
la fe en un mundo globalizado, donde hay realidades como las Naciones Unidas y
la red, internet. La evidencia de que el ser humano y el cosmos son autónomos
ya está impregnada en este mundo. Roma va por mal camino si piensa que debe
seguir insistiendo en las formulaciones del pasado y amenazando con castigos a
quienes no las siguen.
El creyente de hoy ha
dejado de ser un niño de escuela primaria. El lenguaje hablado en Roma es
incomprensible para la gente moderna, o ésta al menos lo comprende mal. Y
hablar gritando o golpear la mesa no sirve para darse a entender mejor.
De la autonomía a la
teonomía
Pero, ¿es posible
traducir las experiencias creyentes de la Sagrada Escritura y
de la tradición al lenguaje de la modernidad y de la autonomía, sin traicionar
lo esencial de las formulaciones escritas en las categorías heterónomas de
pensamiento? Si la «muerte de Dios» fuera una consecuencia inevitable del
pensamiento autónomo, ¿hay todavía lugar para Dios en este pensamiento?
Ciertamente que hay un lugar para él. Y no un lugar pequeño, ni tampoco un
rincón sobrante al lado de los demás objetos, sino el más importante de todos.
Tan importante es este nuevo lugar, que el antiguo del Dios en-los-cielos no
sería, en comparación con este nuevo, sino apenas el de un marginal que, por
hacerse valer sólo excepcionalmente en la vida diaria y el acontecer cósmico,
no podría ser el verdadero Dios.
La autonomía, lejos
de conducir a la muerte de Dios, lleva irrecusablemente a la muerte de aquel
insuficiente Dios-en-el-cielo, pues era ésta una representación humana del Dios
que se revela en Jesús. Esa representación, a menudo demasiado humana, en todo
caso se vuelve inútil para la modernidad.
El ser humano de la
modernidad, para quien no hay otro mundo ni de arriba ni de afuera, considera
impensable que un poder exterior al mundo intervenga en los procesos cósmicos.
Esa es la razón por la que muchos biólogos evolucionistas no ven que haya lugar
para un Dios creador. Como están engañados por la representación heterónoma de Dios que nos sale
al paso a cada rato en la doctrina cristiana tradicional, piensan que si hacen
salir a este Dios intruso y atribuyen a la casualidad pura y ciega el milagro
asombroso del cosmos, prestarán un servicio a la ciencia y a los resultados de
ella. Se hablará de este error en el capítulo 7.
Los cristianos
modernos también piensan que tales intervenciones son imposibles, no porque no
haya Dios, sino porque El es el núcleo creador más profundo de aquel proceso
cósmico. Dios no está nunca afuera, sino que ha estado siempre al centro.
Esta reconciliación
entre la autonomía del ser humano y la fe en Dios, ha recibido el nombre de teonomía.
Quien piensa en términos teonómicos, confiesa a Dios (en griego: theos)
como la más profunda esencia de todas las cosas y por ello también como la ley
(en griego: nomos) interna del cosmos y de la humanidad. En el
pensamiento teónomo hay un solo mundo, el nuestro. Pero éste es santo, porque es la auto-revelación
de aquel misterio santo que significamos con la palabra Dios.
Esta manera de hablar
trae espontáneamente a los ojos el problema del mal en el cosmos y en el ser
humano y queda como una espina clavada en plena autonomía. Pero este problema
es igual aquí que en el esquema mental heterónomo, en el cual se hace necesario
postular a un demonio para forzar una solución. Lamentablemente a este pobre
diablo no le queda otra cosa que atrasar un paso el problema. Porque en su caso
¿de dónde viene el mal que se proyecta sobre él?
Hablar de «arriba»
viene de «abajo»
La internalización
absoluta de la manera heterónoma de pensar a lo largo de toda la historia de la
iglesia, trae como consecuencia que su reemplazo por una forma teónoma sea muy
difícil. Incluso para muchos esto puede constituir una sacudida del tamaño de
un terremoto.
Por eso debemos
contar con que los intentos por traducir el mensaje cristiano a
un nuevo lenguaje, van a chocar contra un muro de resistencia masiva. Pues
apostar al mantenimiento del axioma antiguo equivale a un «ser o no ser», to
be or not to be. Las consecuencias que puede tener la aceptación del nuevo
axioma recuerdan lo que Nabucodonor veía en su sueño: pareciera que no queda
nada de la enorme estatua de la varias veces secular iglesia heterónoma.
El título de este
párrafo pone en claro por qué es inevitable este derrumbe. El que una expresión
sea infalible, supone que proceda de una instancia infalible. Pero el
conocimiento humano es limitado y pasajero, y por tanto falible. En el pasado
una instancia infalible como ésa habría estado en aquel otro mundo que dispone
del monopolio del saber perfecto y que por su bondad ha querido iluminar
nuestra ignorancia. En el pensamiento heterónomo, todo lo que decimos
válidamente acerca de lo de «arriba», tiene que venir necesariamente de aquel
«arriba» trascendente, eterno, absoluto, y le debe a él su confiabilidad e
inmutabilidad total. La pregunta crítica acerca de cómo saber con seguridad que
algo viene dicho desde aquel axiomático cielo y no es el producto genial o loco
de un cerebro humano, permanece sin respuesta. Anteriormente, la familia
eclesiástica condenaba esas preguntas. Olían a duda, y la duda era el vestíbulo
de la falta de fe, y la falta de fe era pecado mortal. Sólo se las podía
plantear cuando se trataba de las
palabras de Mahoma o del libro de los Mormones, olvidando que una persona
honesta que no pertenece a la iglesia puede planteárselas cada vez que la
jerarquía de la iglesia hace alguna declaración.
Desde el momento en
que no exista una instancia exterior y superior al cosmos,
que todo lo sabe y conoce y que se digna comunicar algo de esto a un
determinado número de elegidos, entonces todo lo que pensamos sobre «Dios» o lo
que se refiere a El, proviene de nuestro pensamiento, intuición y búsqueda, y
se halla en una evolución constante. Entonces, cada expresión es hija de su
tiempo y exhibe rasgos de este
padre inquieto y contradictorio. En otras palabras, las formulaciones son
verdaderas y buenas sólo hasta un cierto grado, en la medida en que derivan del
punto de partida escogido y son consecuentes con él. No pueden trasmitir una
experiencia de la realidad, sino hasta donde ella ha sido recogida por seres
humanos – esto es lo que significa la verdad. Por eso, cualquier expresión puede
ser revisada y mejorada a lo largo del tiempo.
Las formulaciones
eclesiásticas también están condicionadas por el tiempo y la cultura, y por lo
tanto son relativas. Si se les atribuye una aureola de absoluto, en cuanto a
que se las hace parte de lo absoluto del Dios-en-el-cielo, a estas palabras
humanas se les está exigiendo demasiado. Se podía pensar así durante el pasado
heterónomo y todavía se puede seguir pensando así en los círculos conservadores
de la iglesia y tal vez en el Islam respecto al Corán, que por lo mismo no
permite la más mínima revisión o crítica. Pero eso no va más en un clima de
pensamiento teónomo.
Lo «correcto» es
relativo
Las expresiones
dogmáticas pueden muy bien ser revisadas, si se considera, además, que la
corrección de cualquier formulación es relativa. Eso lo podemos ver en los
siguientes ejemplos. ¿Es correcta la fórmula 1+1=2? Naturalmente, responde
cualquiera. Pero el analista de computadores responde: Depende. Y si, asombrados,
preguntamos ¿de qué podría depender?, él responderá: Del sistema numérico que
se esté usando. En nuestro sistema decimal no cabe duda de que 1+1=2. Pero en
un sistema binario que conoce y utiliza sólo dos números (como el lenguaje
computacional que conoce sólo 0 y 1), la fórmula 1+1=2 no tiene sentido e
incluso es incorrecta. En ese caso el único lenguaje correcto es el simbólico 1+1=10.
Al revés, este lenguaje simbólico correcto no es incomprensible ni falto de
sentido en el sistema decimal, sino que es simplemente incorrecto.
Por lo demás, nuestro
sistema decimal se lo debemos tal vez al hecho de que tenemos 10 dedos. Si
tuviéramos sólo 3 en cada mano, seguramente habríamos desarrollado un sistema
con 6 números, de tal manera que, por ejemplo, 4+4 no serían 8 (y este símbolo numérico
no existiría) sino 12. Tanto 1+1=2 como 1+1=10 son pues correctos dentro del
propio sistema numérico. Por lo tanto, correcto e incorrecto son conceptos
relativos, lo que quiere decir, dependientes del punto de partida que se ha
elegido. Y esta elección es libre. Pero una vez que se ha elegido un punto de
partida, se debe seguir consecuentemente su orientación, de lo contrario se
comete una torpeza.
Lo mismo vale para
los artículos de fe. Su corrección depende del axioma del que parten. Pero es
su corrección, no su verdad. La verdad tiene que ver con autenticidad, valor
existencial, profundidad, enriquecimiento de vida. Corrección sólo se refiere a
un asunto de consecuencia con la formulación. Esta debe mantener siempre ante los
ojos el punto de partida, respetando las leyes de la lógica en su formulación
sucesiva, en primer lugar las leyes de la identidad y de la no contradicción.
Pero antes de seguir
adelante, tomemos un segundo ejemplo para fundamentar aún más la afirmación que
acabamos de proponer acerca de que la corrección e incorrección son relativas,
esto es, dependen del punto de partida elegido. Euclides desarrolló su
geometría toda entera, como es sabido, partiendo del axioma de que, pasando por
un punto exterior a una línea recta, se puede trazar sólo una línea recta que
sea paralela a la anterior. En el siglo XIX un matemático ruso llamado
Lobatschevsky desarrolló una geometría coherente partiendo de otro axioma: es
posible trazar dos paralelas que pasen por ese punto. Todos los teoremas de
esta geometría son falsos, si se parte de la geometría de Euclides, como
igualmente, todos los teoremas del sistema de Euclides son falsos en el sistema
de Lobatschevsky. Si para Euclides, por ejemplo, la suma de los tres ángulos de
un triángulo siempre da 180º, eso no sucede en la del ruso. Sin embargo, los
teoremas de este último son tan incuestionables como los de Euclides. Todo
depende del axioma de donde se parte. Y esta elección es libre.
La corrección de los
artículos de la fe también es relativa. Los dos ejemplos anteriores sirven para
precaver al lector de una falsa apreciación, como sería la de pensar que las
ideas de este libro son una ilación ininterrumpida de herejías. De ninguna
manera lo son, aunque pudieran dejar esa impresión en quien las lee partiendo del
axioma de la heteronomía del cosmos y del ser humano, como lo ha hecho siempre
la tradición. Aunque tienen una formulación distinta ellas
valoran igualmente el mensaje de la fe para quien parte del otro axioma.
Las formulaciones
tradicionales son expresiones de una cultura que pensaba en términos
precientíficos y heterónomos, y son válidas en el interior de esa cultura. Pero
por lo mismo, no tienen validez absoluta, ni son eternas ni inmutables, pese a
todas las opiniones conservadoras. El creyente moderno no rechaza esas
formulaciones como erróneas. Sólo sabe o debería saber que articulan la misma experiencia
de fe y de encuentro con Dios que las suyas propias, pero partiendo de otro
axioma. Precisamente por pertenecer a la modernidad, ha aprendido que la misma
verdad puede tener muchos rostros según el punto de partida que lo determine,
desde el punto de vista cultural. La formulación que para el creyente
conservador es firme como una roca, para el creyente que piensa desde la
modernidad es sólo un ensayo por comprender lo incomprensible; un ensayo
determinado por la cultura desde donde se parte, valioso, eventualmente genial,
pero históricamente superado. Es un ensayo que dice mucho a quienes piensan en
imágenes heterónomas, como las del pasado, pero no al creyente moderno que, al
apropiarse de los valores de la Ilustración y despedirse de la ingenuidad, toma
ahora como punto de partida el axioma opuesto, el de la autonomía.
Por eso, el Catecismo
de la Iglesia Católica editado por Roma representa a sus ojos sólo una
síntesis brillante de las ideas de la iglesia de la contra-reforma. Pero ya no
le sirve para su búsqueda actual del Dios que lo atrae y tampoco puede ayudarle
a encontrar a ese Dios.
Su crítica apunta no
sólo a ese Catecismo, sino también al Credo. La disolución del
otro mundo allá arriba le hace imposible seguir hablando honestamente de
«descendió de los cielos» y «subió a los cielos» o de «sentado a la diestra del
Padre», o «desde allí (desde la diestra del Padre) ha de venir a juzgar». Eso
se lo percibe inmediatamente.
Pero hay más. Si las
intervenciones en el orden del cosmos se han vuelto
impensables, porque no hay ninguna instancia allá afuera que pueda intervenir
en el proceso natural, y si Dios se revela precisamente en la regularidad de las
leyes del cosmos, entonces una concepción de Jesús sin padre humano tampoco es
pensable, y por lo tanto quedan en desuso expresiones y artículos de la fe
sagrados como «concebido por obra del Espíritu Santo, nacido de la Virgen María».
Pero también «al tercer día resucitó de entre los muertos».
Porque también esto
supone una intervención de Dios en el orden cósmico. Y lo que vale del Credo,
también hay que decirlo de la Sagrada Escritura desde la cual cristalizaron
estos artículos. De todo esto se hablará más detalladamente en el capítulo 4.
[1] Roger Lenaers (nacido el 4 de enero de 1925 en Ostende, Bélgica)
entró en la orden de los Jesuitas en 1942. Estudió filosofía, teología y filología clásica. Desde 1995 trabaja como
párroco en Vordernhornbach, en el Tirol austríaco.
Como filólogo clásico,
se especializó en la didáctica de los idiomas antiguos. (Tiene más de 30
publicaciones en la materia). Como teólogo, dio clases de religión en colegios
secundarios y en institutos formadores de profesores de religión.
Su especialidad son
los temas en torno a la modernidad,
entendiendo por tal la visión occidental del mundo que se originó con la
Ilustración como fruto de las ciencias modernas y del humanismorenacentista.
Entre los años 2000 y 2002 publicó dos extensos ensayos en lengua holandesa
sobre el choque entre la modernidad y las representaciones tradicionales de la
fe. En estos ensayos trata de reconciliar el mensaje bíblico de la fe con la modernidad,
recurriendo para ello a [la búsqueda de] nuevas formulaciones. Ambos ensayos,
publicados como folletos, llamaron mucho la atención en Flandes.
En 2005, los dos folletos fueron reelaborados para ser publicados como un
libro, primero en alemán, luego en 2006, en inglés. Después vinieron
traducciones al español y al portugués. En 2008 salió una segunda edición en
alemán, (con correcciones sólo de lenguaje). En 2009 aparece una traducción
italiana. En 2009, Lenaers publicó un nuevo libro, también en lengua holandesa,
con el título: "Aunque no hay ningún Dios-en-las-alturas..."
La principal solicitud
y preocupación de Lenaers consiste en fomentar la transición del pensamiento heterónomo al teónomo, y esto, tanto en la teología como
en la práctica de la fe. Se puede encontrar su libro "Otro cristianismo es
posible" en www.atrio.org (tomado de http://es.wikipedia.org/wiki/Roger_Lenaers).
les visito , reciban muchas bendiciones
ResponderEliminarmi blog www.creeenjesusyserassalvo.blogspot.com