Despedirse del mundo de arriba - De la heteronomía a la autonomía

En el marco de la temática que venimos compartiendo en las reflexiones semanales, presentamos el capítulo de un libro que ilustra la temática desde una perspectiva innovadora, ubicándonos en una lectura postmoderna, sobre aspectos de nuestra fe cristiana.


Obra: “Otro cristianismo es posible”
Rogers Lenaers ([1])






Hasta el siglo XVI, en todas las culturas del pasado incluyendo el occidente cristiano y aún hoy en la gran mayoría de los cristianos, se tiene la idea de que este mundo nuestro depende absolutamente de otro mundo, al que se lo piensa y representa de acuerdo al modelo nuestro. En la visión cristiana, esto significa que estaría gobernado por un Señor divino, lleno de poder (en el politeísmo esto sería una sociedad de señores), como era usual en la sociedad de antaño, con una corte de cortesanos y servidores, lo que en el modo cristiano se traduce por santos y ángeles. Este Señor Todopoderoso dicta leyes y prescripciones, vela por que éstas se cumplan con exactitud, amenaza, castiga y ocasionalmente perdona.

Espontáneamente se piensa que ese mundo está colocado «sobre» el nuestro, por eso se lo llama sobrenatural y también cielo, aunque en un sentido distinto al del firmamento. En ese mundo de arriba se sabe y conoce todo, hasta lo más recóndito. Cualquier conocimiento humano es inferior en comparación con aquél. Felizmente, de vez en cuando ese mundo nos comunica lo que él considera que es indispensable saber, y no podríamos descubrirlo por nosotros mismos. La buena voluntad, al menos latente, de aquel mundo de arriba fundamenta, a la vez, la esperanza de que -mediante plegarias humildes y dones- lograremos conseguir una parte de las innumerables cosas que necesitamos y no podemos alcanzar con nuestras propias fuerzas. De ahí las súplicas y el cumplimiento de promesas, sacrificios y dones, como también otros intentos por captar el favor de los gobernantes, especialmente cuando se tiene temor de haber provocado su ira. Este miedo es uno de los múltiples signos que revelan la representación que nos hacemos de Dios, como un poderoso, fácilmente irritable y siempre temible, de acuerdo con el modelo humano. Por otro lado, ese otro mundo promete felicidad eterna en los patios celestiales, a quien haya hecho méritos mediante sus buenas obras –así es como lo imaginan cristianos y musulmanes-.

A diferencia del Judaísmo y el Islam, religiones que se remontan hasta Abraham, el Cristianismo enseña que hace unos 2000 años, Jesús de Nazaret, revestido con poder y sabiduría divinos, Dios en forma humana, bajó de aquel otro mundo hasta nuestro planeta para volver al cielo después de su muerte y resurrección. Antes de su Ascensión a los cielos, instaló un vicario al que hizo partícipe de su poder total. Este poder se ha ido traspasando de vicario en vicario.

Cada uno de estos sucesores inviste a los diversos miembros de la jerarquía eclesiástica en sus grados descendentes, con lo cual estos jefes subordinados quedan habilitados en derecho para dar órdenes.

Gracias a su vinculación con el Dios Hombre, cada uno de los vicarios de Jesucristo se mantiene en estrecho contacto con ese mundo de Dios que todo lo sabe. Esa es la garantía con que cuenta la jerarquía de la iglesia para conocer, mejor que el pueblo fiel, lo que es verdadero, lo que es falso y lo que exige ese mundo de arriba. Esto significa, que la jerarquía eclesiástica cuenta con una autoridad divina y, por tanto, infalible, de magisterio.

Heteronomía

Este es un resumen muy simplificado, y por ello ligeramente deformado, de las representaciones cristianas tradicionales. A este universo mental se lo llama heterónomo, porque nuestro mundo es completamente dependiente de aquel otro (en griego: héteros) que produce prescripciones (en griego: nomos) para el nuestro. Sin embargo la existencia de aquel otro mundo es un axioma, esto significa: un postulado que es tan imposible de probar como de contradecir.

Un axioma puede parecer evidente, pero es y sigue siendo un punto de partida no obligatorio, que se elige libremente. Quien lo acepta, lo hace sólo porque le parece razonable y confiable. Lo mismo vale para la aceptación de la existencia del mundo paralelo.

Pareciera ser que en el ser humano hay una inclinación espontánea a aceptar este axioma. Pues de lo contrario no se explica la naturalidad con que la humanidad ha pensado en forma heterónoma durante milenios. Quien como cristiano prefiere seguir en este axioma se halla bien acompañado: todo el Antiguo y Nuevo Testamento, toda la herencia de los Padres de la iglesia, toda la escolástica, los concilios, incluyendo al Vaticano II, toda la liturgia, los dogmas y su elaboración teológica parten del axioma de los dos mundos paralelos.

Jesús mismo y los «apóstoles y profetas» sobre los que se funda el credo cristiano han pensando en forma heterónoma.

Autonomía

En el siglo XVI se comienza a percibir una fina grieta en la unanimidad con que se acepta este otro mundo. El desarrollo de las ciencias exactas iniciado en Europa en ese siglo, lleva a la convicción de que la naturaleza sigue sus propias leyes, que la regularidad de las mismas puede calcularse, que se pueden prever sus consecuencias y también tomar precauciones en previsión de ellas. Una vez que se conoció que el rayo era una descarga eléctrica gigantesca y se encontró el medio para resguardarse en el pararrayos y en la jaula de Faraday, los salmos penitenciales, el agua bendita y las ramas de palma terminaron de prestar sus servicios como protectores contra los rayos.

Como buenos hijos de una época con pensamiento heterónomo, los científicos de la primera generación, siguieron pensando de manera heterónoma. Pero sin darse cuenta de ello, sus descubrimientos de las regularidades y leyes internas del cosmos excluían de hecho las intervenciones desde aquel otro mundo. De continuar estas últimas, habrían quedado sepultadas todas las certidumbres científicas, pues los poderes sobrenaturales harían imposible la ciencia. Y se hubiera hecho imposible la cultura tecnológica que se apoya en los resultados confiables de la ciencia. Por ello, en el pensamiento científico no quedó ningún espacio libre donde cupiera la heteronomía.

La batuta que dirige la danza cósmica no es ultraterrena: el cosmos obedece a su propia (en griego: autós) melodía, sus propias leyes (en griego: nomos), es autónomo. Un nuevo axioma, opuesto al de la heteronomía, hacía su entrada y desplazaba poco a poco al antiguo.

El ser humano pertenece también al mundo. Incluso se lo puede llamar (provisionalmente) el más alto grado del desarrollo cósmico.

Debe ser, pues, igualmente autónomo, y debe poder encontrar en sí mismo su propia norma ética. Al cantar en todos los tonos la grandeza y dignidad humana, el humanismo del siglo XV allanó el camino para esta segunda conclusión. El nuevo axioma de la autonomía fue penetrando lentamente y casi siempre de manera inconsciente toda la cultura occidental, comenzó por la capa intelectual de más arriba, para luego alcanzar hasta grupos más amplios de población en los siglos XVIII y XIX. Signos de ello fueron el comienzo de la exitosa batalla contra la brujería y el demonismo del siglo XVII, la supresión de la tortura como medio procesal en el siglo XVIII, la primera declaración de los derechos humanos al fin de ese siglo, la lucha contra la esclavitud y la penetración incontenible de la idea democrática, llamada entonces liberalismo, que fuera condenada lamentablemente por una jerarquía eclesiástica teñida de autocracia. Se llamó modernidad al resultado de este gran oleaje echado a andar en la cultura occidental bajo el impulso del humanismo y de las ciencias. A él pertenece también la llamada posmodernidad, la cual no es una negación ni una supresión de la modernidad, sino más bien su autocrítica. Todos somos más que contemporáneos y espectadores de esta modernidad (y posmodernidad): somos sus hijos, portadores y personificaciones.

El rayo no fue el único fenómeno en el que la modernidad reconoció la acción de fuerzas intramundanas; hubo también otros hechos de naturaleza física y psíquica, que hasta ese momento se habían interpretado como intervenciones de poderes sobrenaturales, como las epidemias, terremotos, ataques epilépticos, sanaciones repentinas, estigmas, voces interiores, sueños, apariciones, visiones.

Esto hizo que los denominados encuentros con aquel otro mundo se hicieran cada vez más escasos, hasta que finalmente dejaron de darse. Se desvanecía así la persuasión, hasta entonces no puesta en duda, de que el otro mundo superior intervenía y podía intervenir como quisiera, castigando y vengando o ayudando y sanando. Esto no significaba que se negara su existencia. Seguía existiendo, sólo que no se veían ya más signos o huellas de su eficacia. Pero de lo ineficaz a lo irreal no hay más que un paso. El mundo occidental dio este paso durante el siglo XIX y así comenzó a tañer a la «muerte de Dios» y al nacimiento del ateismo moderno.

Ateísmo y antiteísmo

La existencia de este libro da pruebas de que el axioma de la autonomía no debe terminar necesariamente en la negación de Dios.

Son más bien factores históricos y por tanto casuales los que determinan el origen del ateísmo y especialmente las formas virulentas de antiteísmo. Entre esos factores, el principal es el impacto negativo de una institución eclesiástica rígida. En otras palabras: si ella hubiera tenido una actitud más abierta, la Ilustración habría tomado otro camino. Pero, en la ilusión de que la heteronomía pertenecía a la esencia misma del mensaje cristiano y no era sólo un esquema mental útil para un tiempo, la jerarquía de la iglesia negó la autonomía del cosmos que se hacía evidente a los ojos del espíritu moderno. Para ello apeló a conocimientos que venían de un mundo distinto, del que no podía dar ninguna prueba. Y por si eso no bastara, recurrió a los medios de poder mundanos con los que contaba para impugnar el pensamiento de la autonomía. Este último, sugería que los resultados científicos no podían ser descartados en razón de dogmas religiosos o filosóficos, y que en caso de contradicción entre ciencia y dogma, la verdad estaba del lado de la ciencia más que del dogma. De ahí surgió un pánico de que, junto al dogma, se derrumbara toda la iglesia y así perdiera su pedestal divino. Las primeras víctimas de este miedo fueron los partidarios de la evolución, y más tarde los modernistas.

La jerarquía de la iglesia batalló con toda sus fuerzas contra la conciencia cada vez más clara de que el ser humano, como cima de la evolución cósmica, es autónomo. Es decir que tiene derechos absolutos e intangibles: derecho absoluto a ser respetado, a una libertad de conciencia y de religión, a una libre expresión, a participar en la toma de decisiones que le conciernen, lo que dicho de otro modo es la democracia. Para una iglesia autocrática, estas cosas eran inaceptables.

En el año 1832 el Papa Gregorio XVI condenó la idea de la libertad de conciencia como «un absurdo y un devaneo de enajenados mentales que emana de la hedionda fuente del indiferentismo». Y aún en el año 2000, tras dos siglos de modernidad, la jerarquía romana sigue pensando que la democracia interna en la iglesia y la igualdad de derechos de la mujer siguen siendo condenables.

Esta forma autoritaria de pensamiento tuvo relación, al menos inconscientemente, con otro miedo demasiado humano: el de tener que abandonar posiciones de poder que habían sido construidas cuidadosamente. Aprobémoslo o no, el Vaticano es un aparato de poder. Es cierto que el poder no es algo en sí condenable, como lo son el hambre de poder y el abuso del mismo, y estos acechan siempre donde hay poder. Según el conocido dicho de Lord Acton, observador agudo del Concilio Vaticano I y crítico acérrimo del dogma de la infalibilidad papal allí proclamado: El poder corrompe, y el poder absoluto corrompe absolutamente. Por mucho que el evangelio exhorte en cada página a renunciar al poder y a la riqueza, ello parece serle difícil hasta a una iglesia que predica el evangelio.

La modernidad y la «muerte de Dios»

La resistencia de la iglesia contra modos de ver que parecían naturales o evidentes a toda persona razonable, produjeron irritación en el humanismo moderno. Y la molestia que la institución eclesiástica produjo con esto dañó también al axioma que ella defendía: la existencia de otro mundo que todo lo dirigía y a quien ella representaba con plenos poderes. Y como a «Dios» se lo situaba siempre en ese otro mundo, también «Dios» se vino abajo junto con él en la cultura moderna. Por lo demás, esa ruina estaba prevista desde hacía tiempo, pues poco a poco se había ido descubriendo que lo que antes se atribuía a intervenciones divinas eran sólo fenómenos intramundanos.

Las consecuencias podrían haber sido menos fatales, si se hubieran tenido los ojos abiertos y se hubiera visto la profundidad sagrada que hay en cada fenómeno del mundo y detrás de todos ellos, pues entonces los modernos habrían vuelto a encontrar a Dios en todas partes. Pero la modernidad redujo el asombroso milagro del cosmos a un juego de factores mecánicos y trató de dominarlo mediante ecuaciones matemáticas. Para liberarse de la presión de un Dios-en-las-alturas que era utilizado como medio de poder por la iglesia premoderna para rechazar las justificadas exigencias del humanismo, se le cerraban las puertas también a un Dios-en-la-profundidad.

El resto lo hizo la fascinación de lo que el saber y el poder humanos pueden frente a la profundidad que tiene lo real. Pareciera que el ojo no ve con la misma claridad lo que está a sus pies, y lo que aparece en el horizonte.

En los siglos XIX y XX, fueron catastróficas las consecuencias de mantener a la heteronomía como parte del mensaje de la fe y el rechazo a priori de cualquier otra formulación tachándola de heterodoxa. En el futuro esta actitud amenaza con hacer más daño todavía, porque el mundo occidental tiende a alejarse cada vez más rápidamente de la imagen premoderna del mundo, cuyo fundamento es la heteronomía. Para asegurar el futuro de la iglesia pasa a ser extraordinariamente urgente, traducir la doctrina de la fe al lenguaje de la modernidad. Hacerlo significa consagrarse a la tarea de una inculturación del cristianismo, pues sólo así puede sembrarse la fe en un mundo globalizado, donde hay realidades como las Naciones Unidas y la red, internet. La evidencia de que el ser humano y el cosmos son autónomos ya está impregnada en este mundo. Roma va por mal camino si piensa que debe seguir insistiendo en las formulaciones del pasado y amenazando con castigos a quienes no las siguen.

El creyente de hoy ha dejado de ser un niño de escuela primaria. El lenguaje hablado en Roma es incomprensible para la gente moderna, o ésta al menos lo comprende mal. Y hablar gritando o golpear la mesa no sirve para darse a entender mejor.

De la autonomía a la teonomía

Pero, ¿es posible traducir las experiencias creyentes de la Sagrada Escritura y de la tradición al lenguaje de la modernidad y de la autonomía, sin traicionar lo esencial de las formulaciones escritas en las categorías heterónomas de pensamiento? Si la «muerte de Dios» fuera una consecuencia inevitable del pensamiento autónomo, ¿hay todavía lugar para Dios en este pensamiento? Ciertamente que hay un lugar para él. Y no un lugar pequeño, ni tampoco un rincón sobrante al lado de los demás objetos, sino el más importante de todos. Tan importante es este nuevo lugar, que el antiguo del Dios en-los-cielos no sería, en comparación con este nuevo, sino apenas el de un marginal que, por hacerse valer sólo excepcionalmente en la vida diaria y el acontecer cósmico, no podría ser el verdadero Dios.

La autonomía, lejos de conducir a la muerte de Dios, lleva irrecusablemente a la muerte de aquel insuficiente Dios-en-el-cielo, pues era ésta una representación humana del Dios que se revela en Jesús. Esa representación, a menudo demasiado humana, en todo caso se vuelve inútil para la modernidad.

El ser humano de la modernidad, para quien no hay otro mundo ni de arriba ni de afuera, considera impensable que un poder exterior al mundo intervenga en los procesos cósmicos. Esa es la razón por la que muchos biólogos evolucionistas no ven que haya lugar para un Dios creador. Como están engañados por la representación heterónoma de Dios que nos sale al paso a cada rato en la doctrina cristiana tradicional, piensan que si hacen salir a este Dios intruso y atribuyen a la casualidad pura y ciega el milagro asombroso del cosmos, prestarán un servicio a la ciencia y a los resultados de ella. Se hablará de este error en el capítulo 7.

Los cristianos modernos también piensan que tales intervenciones son imposibles, no porque no haya Dios, sino porque El es el núcleo creador más profundo de aquel proceso cósmico. Dios no está nunca afuera, sino que ha estado siempre al centro.

Esta reconciliación entre la autonomía del ser humano y la fe en Dios, ha recibido el nombre de teonomía. Quien piensa en términos teonómicos, confiesa a Dios (en griego: theos) como la más profunda esencia de todas las cosas y por ello también como la ley (en griego: nomos) interna del cosmos y de la humanidad. En el pensamiento teónomo hay un solo mundo, el nuestro. Pero éste es santo, porque es la auto-revelación de aquel misterio santo que significamos con la palabra Dios.

Esta manera de hablar trae espontáneamente a los ojos el problema del mal en el cosmos y en el ser humano y queda como una espina clavada en plena autonomía. Pero este problema es igual aquí que en el esquema mental heterónomo, en el cual se hace necesario postular a un demonio para forzar una solución. Lamentablemente a este pobre diablo no le queda otra cosa que atrasar un paso el problema. Porque en su caso ¿de dónde viene el mal que se proyecta sobre él?

Hablar de «arriba» viene de «abajo»

La internalización absoluta de la manera heterónoma de pensar a lo largo de toda la historia de la iglesia, trae como consecuencia que su reemplazo por una forma teónoma sea muy difícil. Incluso para muchos esto puede constituir una sacudida del tamaño de un terremoto.

Por eso debemos contar con que los intentos por traducir el mensaje cristiano a un nuevo lenguaje, van a chocar contra un muro de resistencia masiva. Pues apostar al mantenimiento del axioma antiguo equivale a un «ser o no ser», to be or not to be. Las consecuencias que puede tener la aceptación del nuevo axioma recuerdan lo que Nabucodonor veía en su sueño: pareciera que no queda nada de la enorme estatua de la varias veces secular iglesia heterónoma.

El título de este párrafo pone en claro por qué es inevitable este derrumbe. El que una expresión sea infalible, supone que proceda de una instancia infalible. Pero el conocimiento humano es limitado y pasajero, y por tanto falible. En el pasado una instancia infalible como ésa habría estado en aquel otro mundo que dispone del monopolio del saber perfecto y que por su bondad ha querido iluminar nuestra ignorancia. En el pensamiento heterónomo, todo lo que decimos válidamente acerca de lo de «arriba», tiene que venir necesariamente de aquel «arriba» trascendente, eterno, absoluto, y le debe a él su confiabilidad e inmutabilidad total. La pregunta crítica acerca de cómo saber con seguridad que algo viene dicho desde aquel axiomático cielo y no es el producto genial o loco de un cerebro humano, permanece sin respuesta. Anteriormente, la familia eclesiástica condenaba esas preguntas. Olían a duda, y la duda era el vestíbulo de la falta de fe, y la falta de fe era pecado mortal. Sólo se las podía plantear cuando se trataba de las palabras de Mahoma o del libro de los Mormones, olvidando que una persona honesta que no pertenece a la iglesia puede planteárselas cada vez que la jerarquía de la iglesia hace alguna declaración.

Desde el momento en que no exista una instancia exterior y superior al cosmos, que todo lo sabe y conoce y que se digna comunicar algo de esto a un determinado número de elegidos, entonces todo lo que pensamos sobre «Dios» o lo que se refiere a El, proviene de nuestro pensamiento, intuición y búsqueda, y se halla en una evolución constante. Entonces, cada expresión es hija de su tiempo y exhibe rasgos de este padre inquieto y contradictorio. En otras palabras, las formulaciones son verdaderas y buenas sólo hasta un cierto grado, en la medida en que derivan del punto de partida escogido y son consecuentes con él. No pueden trasmitir una experiencia de la realidad, sino hasta donde ella ha sido recogida por seres humanos – esto es lo que significa la verdad. Por eso, cualquier expresión puede ser revisada y mejorada a lo largo del tiempo.

Las formulaciones eclesiásticas también están condicionadas por el tiempo y la cultura, y por lo tanto son relativas. Si se les atribuye una aureola de absoluto, en cuanto a que se las hace parte de lo absoluto del Dios-en-el-cielo, a estas palabras humanas se les está exigiendo demasiado. Se podía pensar así durante el pasado heterónomo y todavía se puede seguir pensando así en los círculos conservadores de la iglesia y tal vez en el Islam respecto al Corán, que por lo mismo no permite la más mínima revisión o crítica. Pero eso no va más en un clima de pensamiento teónomo.

Lo «correcto» es relativo

Las expresiones dogmáticas pueden muy bien ser revisadas, si se considera, además, que la corrección de cualquier formulación es relativa. Eso lo podemos ver en los siguientes ejemplos. ¿Es correcta la fórmula 1+1=2? Naturalmente, responde cualquiera. Pero el analista de computadores responde: Depende. Y si, asombrados, preguntamos ¿de qué podría depender?, él responderá: Del sistema numérico que se esté usando. En nuestro sistema decimal no cabe duda de que 1+1=2. Pero en un sistema binario que conoce y utiliza sólo dos números (como el lenguaje computacional que conoce sólo 0 y 1), la fórmula 1+1=2 no tiene sentido e incluso es incorrecta. En ese caso el único lenguaje correcto es el simbólico 1+1=10. Al revés, este lenguaje simbólico correcto no es incomprensible ni falto de sentido en el sistema decimal, sino que es simplemente incorrecto.

Por lo demás, nuestro sistema decimal se lo debemos tal vez al hecho de que tenemos 10 dedos. Si tuviéramos sólo 3 en cada mano, seguramente habríamos desarrollado un sistema con 6 números, de tal manera que, por ejemplo, 4+4 no serían 8 (y este símbolo numérico no existiría) sino 12. Tanto 1+1=2 como 1+1=10 son pues correctos dentro del propio sistema numérico. Por lo tanto, correcto e incorrecto son conceptos relativos, lo que quiere decir, dependientes del punto de partida que se ha elegido. Y esta elección es libre. Pero una vez que se ha elegido un punto de partida, se debe seguir consecuentemente su orientación, de lo contrario se comete una torpeza.

Lo mismo vale para los artículos de fe. Su corrección depende del axioma del que parten. Pero es su corrección, no su verdad. La verdad tiene que ver con autenticidad, valor existencial, profundidad, enriquecimiento de vida. Corrección sólo se refiere a un asunto de consecuencia con la formulación. Esta debe mantener siempre ante los ojos el punto de partida, respetando las leyes de la lógica en su formulación sucesiva, en primer lugar las leyes de la identidad y de la no contradicción.

Pero antes de seguir adelante, tomemos un segundo ejemplo para fundamentar aún más la afirmación que acabamos de proponer acerca de que la corrección e incorrección son relativas, esto es, dependen del punto de partida elegido. Euclides desarrolló su geometría toda entera, como es sabido, partiendo del axioma de que, pasando por un punto exterior a una línea recta, se puede trazar sólo una línea recta que sea paralela a la anterior. En el siglo XIX un matemático ruso llamado Lobatschevsky desarrolló una geometría coherente partiendo de otro axioma: es posible trazar dos paralelas que pasen por ese punto. Todos los teoremas de esta geometría son falsos, si se parte de la geometría de Euclides, como igualmente, todos los teoremas del sistema de Euclides son falsos en el sistema de Lobatschevsky. Si para Euclides, por ejemplo, la suma de los tres ángulos de un triángulo siempre da 180º, eso no sucede en la del ruso. Sin embargo, los teoremas de este último son tan incuestionables como los de Euclides. Todo depende del axioma de donde se parte. Y esta elección es libre.

La corrección de los artículos de la fe también es relativa. Los dos ejemplos anteriores sirven para precaver al lector de una falsa apreciación, como sería la de pensar que las ideas de este libro son una ilación ininterrumpida de herejías. De ninguna manera lo son, aunque pudieran dejar esa impresión en quien las lee partiendo del axioma de la heteronomía del cosmos y del ser humano, como lo ha hecho siempre la tradición. Aunque tienen una formulación distinta ellas valoran igualmente el mensaje de la fe para quien parte del otro axioma.

Las formulaciones tradicionales son expresiones de una cultura que pensaba en términos precientíficos y heterónomos, y son válidas en el interior de esa cultura. Pero por lo mismo, no tienen validez absoluta, ni son eternas ni inmutables, pese a todas las opiniones conservadoras. El creyente moderno no rechaza esas formulaciones como erróneas. Sólo sabe o debería saber que articulan la misma experiencia de fe y de encuentro con Dios que las suyas propias, pero partiendo de otro axioma. Precisamente por pertenecer a la modernidad, ha aprendido que la misma verdad puede tener muchos rostros según el punto de partida que lo determine, desde el punto de vista cultural. La formulación que para el creyente conservador es firme como una roca, para el creyente que piensa desde la modernidad es sólo un ensayo por comprender lo incomprensible; un ensayo determinado por la cultura desde donde se parte, valioso, eventualmente genial, pero históricamente superado. Es un ensayo que dice mucho a quienes piensan en imágenes heterónomas, como las del pasado, pero no al creyente moderno que, al apropiarse de los valores de la Ilustración y despedirse de la ingenuidad, toma ahora como punto de partida el axioma opuesto, el de la autonomía.

Por eso, el Catecismo de la Iglesia Católica editado por Roma representa a sus ojos sólo una síntesis brillante de las ideas de la iglesia de la contra-reforma. Pero ya no le sirve para su búsqueda actual del Dios que lo atrae y tampoco puede ayudarle a encontrar a ese Dios.

Su crítica apunta no sólo a ese Catecismo, sino también al Credo. La disolución del otro mundo allá arriba le hace imposible seguir hablando honestamente de «descendió de los cielos» y «subió a los cielos» o de «sentado a la diestra del Padre», o «desde allí (desde la diestra del Padre) ha de venir a juzgar». Eso se lo percibe inmediatamente.

Pero hay más. Si las intervenciones en el orden del cosmos se han vuelto impensables, porque no hay ninguna instancia allá afuera que pueda intervenir en el proceso natural, y si Dios se revela precisamente en la regularidad de las leyes del cosmos, entonces una concepción de Jesús sin padre humano tampoco es pensable, y por lo tanto quedan en desuso expresiones y artículos de la fe sagrados como «concebido por obra del Espíritu Santo, nacido de la Virgen María». Pero también «al tercer día resucitó de entre los muertos».

Porque también esto supone una intervención de Dios en el orden cósmico. Y lo que vale del Credo, también hay que decirlo de la Sagrada Escritura desde la cual cristalizaron estos artículos. De todo esto se hablará más detalladamente en el capítulo 4.



[1] Roger Lenaers (nacido el 4 de enero de 1925 en Ostende, Bélgica) entró en la orden de los Jesuitas en 1942. Estudió filosofía, teología y filología clásica. Desde 1995 trabaja como párroco en Vordernhornbach, en el Tirol austríaco.
Como filólogo clásico, se especializó en la didáctica de los idiomas antiguos. (Tiene más de 30 publicaciones en la materia). Como teólogo, dio clases de religión en colegios secundarios y en institutos formadores de profesores de religión.
Su especialidad son los temas en torno a la modernidad, entendiendo por tal la visión occidental del mundo que se originó con la Ilustración como fruto de las ciencias modernas y del humanismorenacentista. Entre los años 2000 y 2002 publicó dos extensos ensayos en lengua holandesa sobre el choque entre la modernidad y las representaciones tradicionales de la fe. En estos ensayos trata de reconciliar el mensaje bíblico de la fe con la modernidad, recurriendo para ello a [la búsqueda de] nuevas formulaciones. Ambos ensayos, publicados como folletos, llamaron mucho la atención en Flandes. En 2005, los dos folletos fueron reelaborados para ser publicados como un libro, primero en alemán, luego en 2006, en inglés. Después vinieron traducciones al español y al portugués. En 2008 salió una segunda edición en alemán, (con correcciones sólo de lenguaje). En 2009 aparece una traducción italiana. En 2009, Lenaers publicó un nuevo libro, también en lengua holandesa, con el título: "Aunque no hay ningún Dios-en-las-alturas..."
La principal solicitud y preocupación de Lenaers consiste en fomentar la transición del pensamiento heterónomo al teónomo, y esto, tanto en la teología como en la práctica de la fe. Se puede encontrar su libro "Otro cristianismo es posible" en www.atrio.org (tomado de http://es.wikipedia.org/wiki/Roger_Lenaers).

Comentarios

  1. les visito , reciban muchas bendiciones
    mi blog www.creeenjesusyserassalvo.blogspot.com

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