8 - Opción por los pobres y crecimiento espiritual - Albert Nolan



Presentamos una nueva entrega de la obra Sobre la "Opción por los Pobres" en el marco de la conmemoración del Día Internacional para la Erradicación de la Pobreza, celebrado el pasado 17 de octubre.



Creciendo en compromiso.

Nuestra actitud hacia los pobres puede crecer, desarrollarse y madurar a través de los años. De no ser así quedaríamos estancados y no podríamos evolucionar en nuestra relación con las personas a las que queremos ayudar y servir. Para los cristianos es un asunto de crecimiento espiritual. Así como hay lugares para orar, hay también lugares para incrementar el amor espiritual. Así como san Bernardo puede hablar sobre los pasos del crecimiento de la virtud de la humildad, así también en nuestra comunión con los pobres se da una experiencia espiritual análoga, que pasa por diferentes grados y circunstancias, que tiene sus propias crisis y noches oscuras, sus propios descubrimientos o iluminaciones.

Este artículo ofrece una exposición de estos grados de desarrollo. Tal exposición, por supuesto, está basada parcialmente en mi propia experiencia y parcialmente en la observación de la experiencia de otros. Por otra parte, la división concreta en diferentes grados, como cualquier otra división de grados de crecimiento es, inevitablemente, algo estilizado y estereotipado. Otras personas probablemente no experimentaron estos grados de desarrollo en el mismo orden ni de la misma forma. La que aquí presentamos es una esquematización ofrecida simplemente como una ayuda para entender lo que ocurre en nuestra vida, la cual está encaminada al servicio de los pobres.

I.              Compasión y ayuda.

El primer grado de compromiso con los pobres está caracterizado por la compasión. Todos nos hemos conmovido cuando hemos visto u oído sus sufrimientos. El sentimiento de compasión esnuestro punto de partida. Pero solamente es un principio, que necesita crecer y desarrollarse.

Dos cosas ayudan a crecer y desarrollar la compasión. La primera es lo que hoy en día llamamos contacto. Cuanto más en contacto estemos con los sufrimientos de los pobres más profunda y duradera será nuestra compasión. Hoy día algunos grupos organizan programas de convivencia («exposure programms»): envían personas a países del tercer mundo para ayudarles a observar la miseria y la opresión. Nada hay como el contacto inmediato con el dolor y el hambre, como el ver a las personas en el frío y bajo la lluvia después de que sus casas han sido destruidas, como el experimentar el hacinamiento de los barrios pobres con sus niños desnutridos.

Pero la información también cumple su papel. Sabemos y quisiéramos que otros supieran que más de la mitad del mundo es pobre. Se dice que más o menos unos ochocientos millones de personasen el mundo no tienen suficiente para comer y de una forma u otra están hambrientos. Para muchas, muchas personas, la única experiencia en la vida, desde su nacimiento hasta su muerte, es el hecho de estar siempre hambrientas. Información de este tipo nos puede ayudar para ser más compasivos.

La segunda cosa que me parece necesaria para desarrollar nuestra compasión es estar dispuesto a que esto no suceda. Podemos poner obstáculos a este desarrollo siendo más insensibles, o diciendo «no es mi problema», o «no estoy en capacidad de hacer nada». Estos reparos son comunes en algunos. Como cristianos, sin embargo, tenemos una manera de nutrir nuestras naturales inclinaciones de compasión. Creemos que la compasión es una virtud, una gracia, y en efecto, es un atributo divino.

Cuando yo siento compasión estoy compartiendo la compasión de Dios. Yo estoy compartiendo lo que Dios siente por el mundo hoy día. Además, mi fe me hace capaz de modelar y profundizar mi compasión permitiéndome ver el rostro de Cristo en aquellos que están sufriendo, y recordar que lo que hagamos con nuestros hermanos y hermanas se lo estamos haciendo a él. Esto es algo que
convence.

La compasión nos lleva a la acción. En primera instancia, probablemente nuestra actividad será lo que llamamos comúnmente actos de caridad: recoger y distribuir alimentos, frazadas, ropa y dinero.

La compasión también nos puede llevar a tratar de hacer más sencilla nuestra vida: tratando de vivir sin lujos y dar el excedente de nuestro dinero a los pobres. No hay nada extraordinario en ello. Forma parte de una larga tradición de los cristianos: compasión, dar limosna, pobreza voluntaria... Mucho se ha dicho y se ha escrito sobre ello.

Este es el primer grado, caracterizado por la compasión.

II. Descubriendo las estructuras y la importancia de la ira.

El segundo grado comienza con el descubrimiento gradual de que la pobreza es un problema de estructuras. La pobreza en el mundo de hoy no es simplemente mala fortuna, mala suerte, inevitable, algo debido a la pereza o a la ignorancia, o una lacra del subdesarrollo. La pobreza en el mundo, hoy en día, es el resultado directo de los sistemas políticos y económicos de los gobiernos. En otras palabras, la pobreza que tenemos en el mundo, no es algo accidental. Ha sido creada, o pudiéramos decir más bien que ha sido fabricada, por diferentes gobiernos y sistemas. Esto significa que la pobreza es un problema político, un problema de injusticia y opresión.

Hemos visto que el descubrimiento de la profundidad y anchura de la pobreza en el mundo nos mueve a sentir compasión. Ahora, el descubrir que la pobreza ha sido impuesta sobre el pueblo por unas estructuras y gobiernos injustos nos mueve a sentir indignación e ira.

Nos encontramos con que sentimos ira hacia los ricos, sus gobiernos y sus sistemas. Les acusamos e injuriamos entonces por su dureza y su política inhumana. Pero nuestros sentimientos cristianos hacen que nos sintamos mal con nuestra propia ira. Nos sentimos pecadores cuando nos enojamos con alguien. ¿No es pecado sentir ira?, ¿No debiéramos perdonar a los políticos sus pecados, hasta setenta veces siete? Para los que queremos seguir el camino de Cristo, la ira y la indignación nos pueden llevar a caer en una profunda crisis espiritual.

La forma de salir adelante de esta crisis es descubrir la significación espiritual de la «ira de Dios». Todos sabemos que en la biblia se habla mucho de la «ira de Dios», y no solamente en el Antiguo Testamento. Tendemos a considerar este aspecto de la biblia como un tanto desconcertante, y como si no nos pudiera ayudar en nuestra vida espiritual. Pero si pensamos así tenemos mucho que aprender.

Hay dos clases de ira y de indignación. Una es expresión de odio y de egoísmo. Otra es expresión de amor y de compasión. La «ira de Dios», en este sentido, es una expresión de su amor a los pobres y a los ricos, a los oprimidos y a los opresores. ¿Cómo puede ser esto?

Todos nosotros hemos experimentado este tipo de ira. Cuando mi corazón siente compasión por los que sufren no puedo dejar de sentir ira hacia quienes les hacen sufrir. Se profundiza mi compasión hacia los pobres y se fortalece mi ira contra los ricos. Las dos emociones van juntas, así como dos lados de una misma moneda. De hecho, no puedo sentir una sin la otra. Sobre todo sabiendo que los ricos explotan a los pobres. Si no sintiera ira, o ésta fuera mínima, mi compasión no sería seria. La ira que siento es un índice de cuán seria es mi compasión, así como la ira de Dios es una señal seria de que le importan los pobres.

A menos que pueda sentir algo de lo que es la ira de Dios hacia los opresores, mi amor y servicio hacia los pobres no podrá crecer ni desarrollarse. Y es que la ira de Dios no significa que él no ame a los ricos como personas. Realmente nuestra ira puede ser una expresión seria de nuestro amor por ellos. Una madre que encuentra a su hijo jugando con los fósforos y casi prendiendo fuego a la casa se tendrá que enojar con el niño, no porque no lo ame, sino, al contrario, porque ama mucho a su hijo. Su ira es expresión de la seriedad que tiene lo que su hijo ha hecho, y lo mucho que le importa su hijo.

Tradicionalmente distinguimos entre el amor hacia los pecadores y el aborrecimiento hacia el pecado. Es algo difícil, pero tenemos que entender que el problema de la responsabilidad de la pobreza es más de estructuras que de individuos. En cuanto individuos, son sólo parcialmente culpables, porque no son plenamente responsables, como el niño que juega con los fósforos.

Todos somos, de una manera u otra, objetos o víctimas de un sistema injusto. En Sudáfrica por ejemplo, es muy importante reconocer que la culpabilidad de lo que sucede no puede recaer solamente en el jefe de gobierno. Aunque cambie el jefe de gobierno el sistema puede persistir y el sufrimiento del pueblo puede continuar. Si sentimos ira contra el jefe de gobierno es porque el sistema y el pecado que éste encarna tiende a hacernos pensar que el culpable es sólo el jefe de gobierno. Mientras que si creciéramos en la adquisición de la «ira de Dios», orientaríamos más nuestra ira hacia el sistema injusto en sí mismo, que influye a las personas y se manifiesta y perpetúa en ellas. Eso no quiere decir que nuestra ira se esté debilitando. Nuestra compasión solamente puede desarrollarse y madurar en la medida en que asumanos con seriedad, el sufrimiento y la opresión, así como nuestra ira hacia éstos.

Durante esta segunda etapa, mientras dirigimos nuestra mirada a las estructuras y sistemas que crean la pobreza, y mientras también vamos aprendiendo a compartir la ira de Dios hacia ellos, nuestras acciones se tornarán diferentes de las que nos caracterizaron en la primera etapa. Ahora nuestro objetivo será cambiar el sistema. Trataremos de incorporarnos a actividades encaminadas a propiciar un cambio socio-político.

El trabajo asistencial tiene más relación con los síntomas que con las causas. El trabajo asistencial es como una medicina curativa, en contraposición a una medicina preventiva. ¿Cómo es que se trata de aliviar el sufrimiento, mientras las estructuras que están perpetuándolo permanecen intactas? Por el contrario, una acción preventiva tiene una implicación política. El deseo de «prevenir» nos llevará a participar en luchas sociales, a apoyar campañas contra el gobierno, y normalmente terminaremos involucrados en la política. Esto acarrea tensiones y problemas, especialmente si se trabaja para una fundación, para un instituto de investigación o para una Iglesia. Pero, ¿cómo puede uno ayudar a los pobres? El trabajo de asistencia es ciertamente necesario, ¿pero qué pensar acerca del trabajo preventivo?

III. Descubriendo la fortaleza de los pobres.

La tercera etapa de nuestro desarrollo espiritual comienza con otro descubrimiento: el descubrimiento de que los pobres deben salvarse ellos mismos, se salvarán por sí mismos, y realmente no lo necesitan a usted ni a mi.

Espiritualmente esta es la etapa en la que por primera vez llegamos a comprender nuestro servicio a los pobres con humildad. Hasta este momento habíamos dado por supuesto que nosotros podíamos resolver los problemas de los pobres, ya fuera dándoles ayudas como transformando las estructuras que los oprimían. Pensábamos que los que no somos pobres, los educados y conscientes de la clase media, los agentes de pastoral, las personas que trabajamos en fundaciones, etc., debíamos venir en rescate de los pobres, porque son dignos de compasión y son débiles. Más, dábamos por supuesto que los pobres deben cooperar con nosotros y que debemos enseñarles a ellos, para que ellos mismos se enseñen (la teoría clásica del desarrollismo). Pero siempre somos «nosotros» quienes vamos a enseñarles a ellos, para que ellos mismos se ayuden después.

El darnos cuenta de que los pobres saben mejor que nosotros lo que debe hacerse y cómo debe hacerse nos sorprenderá. Y más nos sorprenderá aún, el darnos cuenta de que los pobres no sólo son perfectamente capaces de resolver el problema estructural y político que les afecta, sino que lo pueden resolver por sí solos. Esto probablemente nos perturbará. Nos llevará a una verdadera crisis y a una profunda conversión.

De repente nos encontramos con la necesidad de aprender de los pobres en vez de enseñarles a ellos. Esto es ciertamente un importante descubrimiento. Seguramente conlleva un tipo de sabiduría al que no hemos tenido acceso, precisamente, a causa de la educación que se nos dio, o a causa de que no somos pobres y no tenemos experiencia sobre lo que significa ser oprimido. “Bendito seas Tú, Padre, por haber revelado estas cosas no a los entendidos y listos, sino a los pobres” (Mt 11, 25). Nos cuesta gran trabajo escuchar y aprender de los campesinos, de la clase trabajadora del tercer mundo.

Cuando uno está dedicado al servicio de los pobres es aún más difícil aceptar que no son ellos los que necesitan de mi sino yo de ellos. Ellos pueden salvarse y se salvarán por sí mismos con o sin mi, pero yo no puedo salvarme sin ellos. En términos teológicos tengo que descubrir que son los pobres y oprimidos los elegidos por Dios como instrumentos para transformar el mundo, y no los que son como usted y como yo. Dios quiere utilizar al «pobre en Cristo» para salvarnos a todos de las maldades de este mundo en el que hay muchas personas hambrientas en medio de una inimaginable riqueza. Este descubrimiento puede llevarnos a ver la presencia y la acción de Dios en las luchas de los pobres. De este modo no sólo vemos los sufrimientos de Cristo en los sufrimientos de los pobres, sino también oímos la voz de Dios y vemos sus manos y su fuerza en las luchas políticas de los pobres.

Pero después de haber hecho este descubrimiento y de haber superado este obstáculo, podemos caer a continuación en una particular clase de romanticismo: el romanticismo hacia los pobres, hacia la clase trabajadora, hacia el tercer mundo.

Los cristianos parece que tenemos esta extraña necesidad de romantizar algo. Probablemente no sea algo exclusivo de los cristianos, pero la verdad es que realmente caemos muy a menudo en ello.

Antiguamente tendíamos a romantizar la vida monástica. Luego lo hicimos con la idea del misionero, que arriesga su vida para salvar las almas de los paganos que viven en las selvas. También tendimos a romantizar el sacerdocio. Y ahora estamos entrando en la etapa de la romantización de los pobres.

Romantizamos a los pobres colocándolos en un pedestal y dándoles culto como a héroes. Creemos que todo lo que ha sido dicho por alguien que es pobre y oprimido tiene que ser verdad.

Escuchamos a la gente del tercer mundo como si ellos poseyeran algo mágico o unos conocimientos ocultos. Todo lo que hagan los oprimidos del mundo deberá estar bien. Cualquier rumor de faltas, debilidades, errores y perversidades... deberá desecharse porque los pobres son nuestros héroes.

Este romanticismo no nos hace bien ni a nosotros ni a los pobres. Es difícil evitar el romanticismo durante el desarrollo espiritual de nuestro servicio a los pobres. Pero es necesario que lo superemos.

IV. Del romanticismo a la solidaridad real.

La cuarta y última etapa de desarrollo comienza con la crisis de «la desilusión y el desengaño» respecto de los pobres. Comienza con el descubrimiento de que mucha gente pobre tiene fallas, comete pecados, comete errores, nos falla, y algunas veces perjudican incluso a su propia causa.

Los pobres son seres humanos como nosotros, son algunas veces egoístas, o les falta responsabilidad y dedicación, y otras veces derrochan el dinero. Esto es algo que a los europeos les parece irresponsable y absolutamente incomprensible. Debemos incluso comprender que algunos pobres tienen más aspiraciones de clase media y menos conciencia y politización que nosotros mismos.

El descubrir estas cosas puede ser una experiencia de gran desilusión y profundo desengaño, una crisis muy negra del alma. Pero también puede ser la oportunidad para una más profunda y real solidaridad con los pobres, para una conversión del romanticismo al realismo en nuestro servicio a los pobres.

Lo que tenemos que recordar aquí es que el problema de la pobreza es estructural. No es que los pobres sean santos y los ricos pecadores. Ni unos ni otros individualmente pueden ser alabados o culpados por ser pobres o por ser ricos. Hay excepciones, tales como quien vende sus propiedades y se vuelve voluntariamente pobre, o como quien se enriquece explotando conscientemente a los pobres. Todos estos casos excepcionales pueden ser alabados y culpados respectivamente. Pero el problema es otro.

La mayoría de nosotros nos encontramos en uno u otro lado de la gran división estructural entre oprimidos y opresores, y esto tiene un efecto profundo en la manera en que pensamos y actuamos.

Afecta el tipo de errores que acostumbramos a hacer, así como el tipo de intuiciones que solemos tener. Por eso, podemos aprender de los pobres, porque ellos están acostumbrados a no cometer el tipo de errores que nosotros cometemos desde nuestro nivel de educación y nuestro nivel de vida. Por otra parte, la opresión y privación que ellos padecen les llevan a cometer otras equivocaciones y a adoptar otras concepciones erróneas.

Todos estamos condicionados por el lugar que ocupamos dentro de esta estructura injusta de nuestra sociedad. Todos estamos alineados en ella. Sin embargo, la opresión no deja de ser una realidad. Los dos lados no son equivalentes. Los pobres son los que están sufriendo. Solidarizarse con ellos significa asumir su causa, no la nuestra. Pero necesitamos hacerlo con ellos. Juntos tenemos que tomar un lugar contra la opresión y la estructura injusta. La solidaridad real comienza cuando ya no se habla más de «nosotros y ellos». Hasta ahora me he expresado en términos de «nosotros y ellos», porque es así como generalmente percibimos esta relación. Incluso al romantizar a los pobres y colocarlos en un pedestal, nos estamos separando de ellos. La solidaridad verdadera comienza cuando reconocemos juntos las ventajas de nuestras diferentes posiciones sociales, y presentamos la realidad y los diferentes roles que podemos tener cuando juntos luchemos contra la opresión.

El tipo de solidaridad, sin embargo, debe estar dirigido más bien a una lucha más fundamental: la solidaridad entre los mismos pobres. Quienes no son pobres y oprimidos pero desean ayudar a los pobres y solidarizarse con ellos, generalmente hacen la cosas en una forma que crea divisiones.

Necesitamos encontrar la forma de que esto no ocurra. Después de todo, todos tenemos un enemigo común: el sistema y la injusticia.

Al final nos encontraremos unos a otros en Dios, sea cualquiera la concepción que tengamos de él. El sistema es nuestro enemigo común, porque es -el primero de todos- enemigo de Dios. Como cristianos descubriremos la solidaridad mutua como la solidaridad en Cristo, como solidaridad con la causa de Cristo, con la justicia de Dios, que es, en concreto, la causa de los pobres. Es precisamente identificando la causa de los pobres con la causa de Dios como podremos superar la crisis de desilusión y desengaño que sentimos los pobres cuando éstos yerran.

Este es un gran ideal, y sería una ilusión imaginarnos que podremos obtenerlo sin haber pasado antes por una larga lucha interior, que nos llevará a diferentes etapas, crisis, noches oscuras, transformaciones y desconciertos. Lo que importa es que nos demos cuenta de que estamos en proceso. Siempre en evolución. Debemos permanecer dispuestos a seguir creciendo. No hay atajos. Además, no somos los únicos que estamos sufriendo este proceso.

Algunos irán delante de nosotros, y tenemos que esforzarnos por comprenderlos. Otros, apenas estarán comenzando el camino, y tenemos que apreciar su proceso, su necesidad de luchar con más tenacidad y crecer espiritualmente. Aquí no hay tribunal para acusaciones y recriminaciones. Lo que todos necesitamos es ánimo, apoyo y comprender que el Espíritu actúa en cada uno de nosotros de diferente forma.

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